domingo, 27 de septiembre de 2015

Revista Iniciativa Laicista 21

Disponible, en forma gratuita, se encuentra la edición de septiembre 2015 de la revista digital Iniciativa Laicista.
Sus temas son: Una amplia reseña y testimonio del medico René Martínez Barros, declarado Hijo Ilustre de San Felipe, personalidad laica de la ciudad capital de Aconcagua. El doctor Fernando Muñoz explica los alcances de la vacunación en Chile contra el virus del papiloma humano. El dirigente estudiantil y director de la Fundación Nodo XXI responde a las preguntas de Iniciativa Laicista. Dos temas sobre el sindicalismo chileno son enfocados por Claudia Hasbun y Sergio Rozas. Sylvie R. Moulin opina sobre el debate sobre la legalización de la marihuana, y coopera en informar sobre el debate francés sobre las escuelas de la República, a propósito de las propuestas del partido "Los Republicanos". También se reproduce un artículo del pensador español Andrés Carmona Campos, que diferencia entre los conceptos de laicismo y secularismo.
Por último, se reproducen los discursos en la ceremonia de reconocimiento de la AILP al director de la revista.

sábado, 19 de septiembre de 2015

La crisis institucional y la necesidad de una nueva Constitución



Gonzalo Herrera


Debatir sobre una nueva Constitución abre la oportunidad de acercar distintas formas de pensamiento —representando la diversidad de nuestra sociedad— en torno a valores y principios ético-democráticos, que dejen atrás la vieja obsesión de mantener enclaves de poder en la carta fundamental. Lo primero que se podría esperar de una nueva Constitución sería que permitiera un sistema político más democrático y representativo, con mayor transparencia y participación ciudadana.
Una inmensa mayoría concordará también que una nueva normativa constitucional debe definir, proteger y garantizar derechos fundamentales, tanto individuales como colectivos. Nos referimos a los derechos civiles y políticos clásicos, inherentes a la tradición institucional republicana interrumpida en 1973 y persistentemente violados durante el periodo autoritario, así como a la demanda de nuevos derechos que surgen en la sociedad moderna, de carácter económicos, sociales y culturales, derechos que emanan de la conciencia de dignidad y solidaridad humana para contrarrestar la desigualdad social y la deficiente distribución de la riqueza.
De esa manera, un debate sobre una nueva Constitución debe dirimir en primer lugar una disyuntiva ética fundamental: si queremos una sociedad estructurada en la búsqueda del bienestar individual o una sociedad solidaria. Nuestra visión laicista de sociedad es clara: abierta, democrática, fraternal, respetuosa de los derechos humanos, con una real separación entre lo político y lo religioso, con libertad de conciencia y plena vigencia del principio de igualdad moral entre las personas, lo que significa que la idea de bien de un individuo no puede ser considerada superior al concepto de bien de cualquier otro.
Los valores laicos se expresan también en la plena vigencia de la ciudadanía y la soberanía popular, vale decir en la legitimidad del Estado que proviene de la voluntad ciudadana y del respeto a los valores democráticos, y no de una concepción política influida por preceptos religiosos que limitan severamente la autonomía del poder público. Sólo así se podrán garantizar la igualdad y la universalidad de los derechos.
Una sociedad con estas características sólo puede ser regulada por un Estado laico, que separe nítidamente la esfera pública de toda religión, garantizando a todos los ciudadanos la libertad de conciencia y la autonomía de la voluntad humana. Sólo la libertad de conciencia, que permite la libertad de creer o no creer en una divinidad, en una concepción filosófica o en una ideología política, posibilita a los seres humanos desarrollar un tipo de sociedad con un espacio público abierto a los intereses comunes, borrando las fronteras que dividen los diferentes particularismos.
Así, toda democracia moderna se fundamenta en una Constitución liberada de la influencia o hegemonía de cualquier religión — y de las respectivas iglesias —, de modo que el Estado pueda representar efectivamente el interés común del laos y no intereses o visiones particulares de algún, o sólo algunos, de sus sectores.
En cualquier caso, la restricción a la acción de las distintas confesiones debe entenderse sólo en la esfera pública, en el ámbito del Estado, no en el  espacio público, que pertenece a todos — en el que no cabe ningún intento de apropiación particular —, donde gozan de la mayor libertad para practicar sus cultos y difundir su enseñanza. El Estado, sin embargo, debe mantenerse neutral frente a todas las ideologías confesionales, garantizando la tolerancia religiosa tanto como el respeto a quienes se declaran no creyentes, protegiendo de esa manera la igualdad y la pluralidad en la sociedad.
No obstante, el principio de laicidad no se agota en la relación entre el Estado y las iglesias. La doctrina neoliberal ha intentado implantar una nueva religión en el mundo globalizado. Aceptado con características de dogma por las derechas políticas más conservadoras, pretende constituirse en “doctrina única” en la mayor parte de occidente, imponiendo su discurso dominante como un nuevo decálogo, basado en las leyes del mercado, mediante el cual se pone bajo sospecha toda forma de conciencia colectiva y de identidad social, abriendo paso al individualismo y a una enajenante identificación con el modelo.
Los Estados que han alcanzado una mayor afinidad con la visión neoliberal y que se rindieron a las exigencias del capital globalizado, han resignado su capacidad para discutir democráticamente sus propias estrategias de desarrollo y caen inermes ante la presión de los inversionistas, perdiendo así el control de la economía, principalmente en lo que se refiere a crecimiento y empleo, sin ahondar en la contingencia de corrupción. Todo esto constituye una inaceptable obstrucción al ejercicio de la soberanía popular en el plano económico.
Como hemos podido comprobar en nuestro país, una pequeña oligarquía concentra tales cuotas de poder que puede llegar a alterar el ritmo de la economía, extorsionando al propio gobierno y al mundo político en general, haciendo muchas veces estériles los esfuerzos  — nos referimos a quienes leal y consecuentemente han tratado de lograrlo — por llevar a cabo reformas y transformaciones en pos de un ideal igualitario.
Los principios y valores de la laicidad son totalmente incompatibles con este modelo de sociedad.  
Si nos atenemos al concepto de soberanía radicada en el pueblo, siendo éste el que delega sus facultades en el Estado, a la libertad de conciencia, a la igualdad — con un contenido proactivo que es mucho más que luchar contra la desigualdad —, y a la tolerancia — no en su acepción de “soportar”, sino  de aceptar y apreciar la diversidad —, podremos aspirar a que la laicidad que promueve el laicismo pueda constituirse en un importante factor de progreso, para avanzar hacia un tipo de sociedad integrada, que haga posible la coexistencia plural y pacífica compartiendo los valores ciudadanos. Ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes, alejarán el riesgo de la violencia o el conflicto propios de sociedades atravesadas por diferencias antagónicas, ya sean étnicas o de clases sociales, o donde los derechos de las minorías son persistentemente conculcados.

Laicidad y secularización

El Estado laico que no fue, a pesar de que la Constitución de 1925 proclamara la separación de la Iglesia Católica del Estado, aunque sin mencionar la palabra laicidad y sin que se lograra avanzar en términos institucionales concretos para secularizar la sociedad, debería ser expresamente definido ahora, en una nueva carta fundamental. El resultado de aquella indeterminación ha permitido que la Iglesia haya mantenido su hegemonía moral sobre la sociedad — generando la percepción de gozar de un estatus diferenciado, entre otros aspectos con la llamativa presencia de cardenales y obispos en actos oficiales —, interviniendo abiertamente en el ejercicio del poder y en el desenvolvimiento de las funciones públicas, procurando imponer sus puntos de vista inspirados en su dogma particular a toda la sociedad, sin consideración alguna por el derecho a la libertad de conciencia de las personas.
De esa manera, en su afán de prevalecer sobre el Estado, continúa entrometiéndose también en la discusión institucional y democrática de las leyes, mostrándose dispuesta a enfrentar a cualquier gobierno que se proponga destrabar criterios morales anacrónicos y autoritarios, apelando a la “verdad moral” con el solo argumento de exigencias sobrenaturales.
Lamentable, desde la óptica de un Estado que ha proclamado constitucionalmente la separación con la Iglesia, fue que en la reciente visita que realizara la presidenta Bachelet al Papa, se haya comprometido con el pontífice a que la Iglesia como tal tendría participación en el anunciado debate constitucional. Un comunicado del propio Vaticano hizo público también que en la visita se analizaron temas de interés común, como “la salvaguardia de la vida humana, la educación y la paz social”.
El comunicado de prensa agregaba además que “en ese contexto, se ha reafirmado el papel de las instituciones católicas en la sociedad chilena y su contribución positiva…”. No cabe duda que este acontecimiento constituye una señal de alarma, en cuanto trasluce una feble convicción laica de parte de la primera mandataria, dispuesta al parecer a hacer concesiones en este punto estratégico ante un eventual debate constitucional, en que una de las posiciones más trascendentales será precisamente la defensa de un ordenamiento jurídico de carácter aconfesional para nuestro país.
Desde nuestra perspectiva, la Iglesia, en cuanto institución, no tiene derecho a participar en el debate constitucional, salvo que lo haga representada por personas en calidad de ciudadanos, expresándose con un lenguaje civil, en base a la razón y no sobre argumentos sustentados en convicciones meramente religiosas. Tampoco cabrían en un debate constituyente grupos u organizaciones que sustentaran postulados fundamentalistas o integristas, opuestos al principio esencial de libertad de conciencia.
El proceso de secularización que se ha venido desarrollando en los últimos años, no sólo en Chile sino en buena parte de Occidente, queda de manifiesto no sólo en la reducida asistencia de fieles a los templos — católicos fundamentalmente — y en el desplome de la confianza de los chilenos en la Iglesia Católica, sino también en la baja incorporación de jóvenes a los seminarios de formación sacerdotal, en el creciente número de religiosos que dejan sus hábitos, en el progresivo abandono de la educación católica en los sectores más pobres, concentrándose en colegios de alto costo para hijos de familias adineradas, en el rechazo que manifiestan comunidades y distintos sectores de la sociedad civil a la pertinaz presencia de las iglesias en la cosa pública, obstruyendo la tramitación de leyes de alta significación para una sociedad que anhela ser más tolerante.
Por lo tanto, una nueva Constitución debería recoger esta mirada actual sobre la posición que  hoy ocupan las iglesias, cada una como una institución más, respetable como todas las que portan enseñanzas morales, pero ninguna como titular de un reconocimiento privilegiado.
Esta visión laica en la nueva Constitución debería ser además suficientemente explícita, para evitar el abuso semántico en que se incurrió durante la tramitación de la reciente reforma educacional, interpretando el término laico como un concepto de cooperación con todas las confesiones por igual, y no en su real significado de prescindencia de lo religioso en los asuntos del Estado. Aun en la actualidad, si en vez de la asignatura de religión la educación pública entregara una visión comparada de las religiones, y enseñara que la moral religiosa no es superior a la moral laica, se estaría dando un importante paso en aspectos de pluralidad, tolerancia y antidogmatismo.

En la Constitución de 1980, con sus posteriores modificaciones, se garantiza la libertad de conciencia, el derecho a manifestar toda creencia y el libre culto, omitiendo sin embargo garantías explícitas para quienes intentan construir una concepción de bien al margen de una perspectiva teológica, es decir, no considera el derecho a “creer o no creer” en una divinidad, a no profesar religión o a no pertenecer a alguna iglesia, salvo la tácita garantía que otorga la libertad de conciencia. Una Constitución que considere los valores laicos debe reconocer expresamente la libertad referida a ateos, agnósticos, escépticos o indiferentes, para llegar a establecer un verdadero pluralismo.

Nueva Constitución y la oportunidad de un verdadero Estado laico






Marcela Sandoval Osorio


“Una constitución es una decisión fundamental sobre la identidad y forma de existencia de una unidad política, es decir, la que hace posible 
que una comunidad política sea un agente político”.  (Fernando Atria.
La Constitución tramposa”. 2013)

Recientemente en un foro sobre “nueva Constitución” una persona del público  preguntaba cómo explicar la importancia de este debate a quienes sus rutinas cotidianas los dejan fuera de conversaciones como ésta. En el fondo se preguntaba cómo hacer que este tema, aparentemente crucial en la vida de un país, llegara también al diario vivir.
Las respuestas pueden ser variadas respecto al cómo, es decir, a las estrategias que se pueden promover para acercar este debate, sin embargo, hay un argumento poderoso que debiera primar: la Constitución actual tiene reglas que impiden el goce de nuestros derechos humanos y ese solo hecho impacta el diario vivir. Ejemplos pueden ser variados; desde cuestiones como la desprotección en la seguridad social a demandas más complejas como el no reconocimiento de grupos discriminados.
A pesar de las reformas realizadas desde los 90` en adelante, que han corregido cuestiones muy relevantes como el reconocimiento de la igualdad ante la ley entre hombres y mujeres, la Constitución de 1980 es un texto normativo que contiene trabas para el ejercicio democrático.
Recién este año se ha logrado cambiar el sistema electoral binominal por uno proporcional inclusivo, con el que se aspira a fortalecer la representatividad del Congreso Nacional. Por décadas hemos presenciado un debate político situado en dos grandes conglomerados y cuyos consensos han establecido para el país un estancamiento en aquellos temas que pueden poner en disputa los principios que fundan la Constitución de 1980.
Hay temas que tienen que ver con la concepción misma de un Estado laico sobre los que no se ha avanzado. La resistencia es evidente. Es un terreno que pone en disputa ideas sobre qué tipo de Estado es el que quieren distintos sectores del país para el Chile de hoy y su futuro cercano.  
En la revisión que hace Bernardo Subercaseaux en su “Historia de las ideas y de la cultura chilena” esta tesis se confirma absolutamente; los grupos poderosos han sido quienes han resguardado el “orden social” bajo consensos que no necesariamente han interpretado las demandas del pueblo.
Por momentos de nuestra historia el pueblo ha emergido como un actor relevante que pone en cuestionamiento a quienes gobiernan. Esto es cíclico. La ciudadanía se organiza, demanda y el Estado reacciona.
En efecto, quienes gobiernan generan mecanismos para resguardar el Estado de derecho, sin embargo hay un rasgo que se ha ido revelando con fuerza en el último tiempo: el déficit democrático que tiene una raíz profunda en las distintas fuentes de desigualdad. Precisamente la desigualdad y el déficit democrático son dos temas clave que se desprenden de la Constitución del 80`, de sus intentos por reformarla y de los consensos con los que hemos convivido post dictadura.      

Proceso constituyente

Durante décadas hemos convivido con una democracia restringida, no solo por sus reglas, también por las prácticas políticas que han perpetuado un modelo donde unos pocos detentan el poder político y económico y definen el carácter de la convivencia democrática.
La discusión actual sobre un cambio constitucional es lo suficientemente mayoritaria como para eludirla a nivel institucional. La Presidenta Michelle Bachelet ha señalado que el proceso constituyente, que se iniciaría en septiembre, debe ser institucional, democrático y participativo. Sin embargo no se ha definido aún el mecanismo ni la ruta de dicho proceso.
Lo que hay en común en varias iniciativas ciudadanas y de movimientos políticos sobre un cambio constitucional, es la aspiración por una “república democrática y representativa” y donde los cambios vengan efectivamente de procesos participativos.
En este contexto se ha venido construyendo en el espacio público una idea genérica acerca de una forma distinta de concebir el Estado y sus reglas; una forma que emane verdaderamente de la voluntad del pueblo soberano, pero sobre todo una forma que se sustente en principios muy distintos de los que se fundamenta la actual Constitución, por ejemplo, en el principio de igualdad y no discriminación. 
Un plebiscito debiera ser convocado para que los y las ciudadanas decidan cuál es el mecanismo que les parece más adecuado para elaborar el texto constitucional. Dado el carácter plural de su conformación, una Asamblea Nacional Constituyente puede dar garantías de que una ciudadanía diversa participe y se pronuncie sobre los contenidos de una nueva  Constitución; solo así podremos hablar verdaderamente de un “proceso institucional, democrático y participativo”. 

Nuevas reglas y Estado laico

Así como la definición del mecanismo es crucial en un proceso constituyente también lo es el debate respecto a los contenidos. Una de las restricciones que ha tenido nuestra democracia es el poder fáctico de las iglesias. Quizás llamar a Chile una “república democrática” y no hablar directamente de un Estado laico ha dificultado avanzar en el reconocimiento de derechos que ponen en jaque precisamente la visión de determinadas creencias.
Ciertamente es un terreno en disputa la igualdad de derechos para grupos históricamente discriminados como las mujeres o las diversidades sexuales. Lo es actualmente la discusión por la despenalización del aborto y futuramente lo será la aspiración por el matrimonio igualitario. Estos temas que tensionan a sectores conservadores, no pueden ser objeto de cerrojos por parte de un Estado que es laico en su esencia. Superar estas disputas sin duda va más allá de la declaración expresa de ser parte de un Estado laico, no obstante una definición constitucional sobre Chile como “Estado laico y democrático” puede contribuir a despejar el tipo de Estado al que aspiramos. 
La profundización de la democracia en nuestro país debe apuntar no solo a cambios institucionales, también al fortalecimiento ciudadano. Hoy unos de los desafíos en la política pública es sin duda la educación en derechos humanos y la formación ciudadana. La democracia se fortalece si hay una ciudadanía que participa en las grandes decisiones, es capaz de articularse y formular demandas para la protección de sus derechos y libertades.
El derecho a voto es apenas una expresión concreta de la ciudadanía, pero una de las expresiones más contundentes del comportamiento democrático. La formación ciudadana debe poner el acento en todas aquellas expresiones en las que la ciudadanía puede expresarse y en ese plano el derecho a voto cobra aún más sentido.
Un Estado laico definido en la nueva Constitución debiera contribuir a educar en valores democráticos como el respeto por la diversidad. Este camino puede permitir a las nuevas generaciones trabajar con la memoria del país y de esta manera ir rompiendo las trabas simbólicas y estructurales que institucionalmente nos heredó la dictadura y que nuestro sistema democrático aún no ha logrado derribar.


lunes, 24 de agosto de 2015

Edición extraordinaria de revista Iniciativa Laicista


Alejandra Sandoval
Coordinadora Editorial


Cuatro meses han pasado ya desde que el 21 de mayo, la Presidenta de la República anunciara al país el inicio de un proceso constituyente a partir de septiembre. Desde entonces – en rigor desde mucho antes, pero sin el efecto mediático actual – hemos asistido y participado de un incipiente debate, en torno al futuro constitucional que nos espera.
Una nueva Constitución es un pacto social fundado en  acuerdos políticos y sociales en la perspectiva del interés común, de tal manera que debemos aspirar a que contenga acuerdos estables y representativos de la voluntad popular.
Muchos han sido los que han abordado el análisis en torno a este desafío, donde cabe distinguir a los rigoristas-procedimentales, quienes – con matices – concentran la discusión en torno a la inviabilidad de alternativas distintas a la Asamblea Constituyente, y los esperanzados, quienes conscientes de la necesidad de sustituir o reformar profundamente la actual Carta Constitucional, asignan la prioridad en el fondo, más que en la forma.
Lo cierto es que, afortunadamente, el debate ya se encuentra instalado, y no existe en el espectro social una voz sinceramente convencida de lo contrario. Si bien es cierto que como instrumento jurídico la actual Carta funciona aún, y podría seguir funcionando, cierto es también que esta, como expresión del pacto social, ya no responde a las necesidades que plantea el Chile contemporáneo.
Demostración de aquello – sin entrar en el prolongado debate sobre su legitimidad en cuanto al pacto social que debería subyacer – resulta ser el enorme trabajo de ajustes y reformas, más y/o menos profundas que desde 1989 se le han aplicado, sin que satisfaga a la mayoría del país.
Para septiembre queda poco, y aunque han mediado ya anuncios que advierten sobre la excesiva duración del proceso, lo imperioso es comenzar cuanto antes. Lo primordial es dar por iniciada, formal e institucionalmente, una discusión y un proceso que ya no puede seguir esperando. Desarrollar el debate es una necesidad social indispensable para seguir avanzando en la construcción de un Chile más justo, efectivamente laico en su institucionalidad política, y más democrático.
Instalar en la agenda de desarrollo la formulación de una Nueva Constitución, fruto de un pacto social, es una verdadera necesidad, sobre todo cuando hay grandes desafíos en la agenda país que no pueden enfrentarse sin el concepto ordenador que corresponde a una Carta Magna pensada para la democracia.
Como una contribución al debate que deberá darse en el país, revista Iniciativa Laicista ha pedido a distintas personas que reconocen la importancia de la laicidad en las instituciones del Estado, y que tienen un irrenunciable compromiso democrático, además de una manifiesta adhesión a la profundización de los derechos humanos, para que entreguen su reflexión sobre el proceso constituyente y  los objetivos esperados en una nueva Carta Magna, planteamientos que ponemos a disposición de nuestros lectores en www.iniciativalaicista.cl.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Reconocimiento internacional a activista del laicismo chileno


En la Sociedad de Escritores de Chile, el martes 11 de agosto de 2015, se realizó la ceremonia de entrega de un reconocimiento de la Asociación Internacional del Libre Pensamiento, con sede en París, al director de revista Iniciativa Laicista, por su contribución a la divulgación de los objetivos de la AILP, del laicismo y del libre pensamiento. La ceremonia se realizó en el salón de actos de la Casa del Escritor, teniendo como punto de partida la exhibición de un vídeo con una reseña sobre la AILP, disponible en https://www.youtube.com/watch?v=D1UYjPeRQ0o.


La ceremonia contó con una destacada presencia de organizaciones laicistas, personeros de reconocida presencia en instituciones que comparten los valores del laicismo y la importancia del libre pensamiento, académicos, y amigos de la revista entre los cuales cabe destacar a la Gran Maestra de la Gran Logia Femenina de Chile, Sra. Susana González Couchot, el presidente de la Sociedad Atea de Chile, Anuar Rabi; y dirigentas metropolitanas de la Asociación Nacional de Mujeres Laicas.


La ceremonia fue conducida por el historiador  y miembro del Comité Editorial de la revista "Iniciativa Laicista" Manuel Romo, y tuvo como primer orador al subdirector de la publicación, Carlos Leiva, quien agradeció a nombre de la revista la distinción para su director, haciendo una semblanza sobre su rol en la difusión del laicismo.  Luego intervino la Sra. Susana Gónzalez Couchot, la que destacó conceptualmente la contribución de Sebastián Jans a la divulgación laicista y de los derechos igualitarios de la mujer.


En tercer lugar, intervino el vocero de la AILP, Antonio Vergara, quien explicó el sentido y propósito del reconocimiento, entregando un saludo de Jacques Lafouge, del Comité Laïcité Republique de Francia, y leyó la carta de reconocimiento que hiciera llegar, junto al Diploma de Honor respectivo, el Secretario General de la AILP, Christian Eyschen. Por último, intervino Sebastián Jans, agradeciendo la distinción y destacando la importancia que ello tiene para la revista y para los esfuerzos del laicismo chileno.

La ceremonia concluyó con un vino de honor servido en el salón Pablo Neruda de la Casa del Escritor, en que los asistentes compartieron animadamente, compartiendo un grato momento de encuentro amistad y fraternidad.


Laicismo y Constitución



Carlos Leiva

La Presidenta de la República ha anunciado el próximo comienzo de un proceso constituyente para dar lugar a una nueva Constitución Política de la República de Chile, el que debería ser la oportunidad para que la ciudadanía exprese directamente a través de sus representantes ciudadanos sus concepciones fundamentales acerca del deber ser de la organización política del Estado, orientada al Bien Común.
Consideramos de capital importancia que la definición laica del Estado de Chile quede meridianamente asentada en el texto y en el espíritu de la nueva Constitución,  de modo tal que no se preste a interpretaciones que desvirtúen su carácter esencial. La laicidad del Estado significa en lo fundamental, por una parte, la total prescindencia de la institucionalidad estatal, y de sus dignatarios y funcionarios,  respecto de la participación de comunidades religiosas o de otro tipo  en la administración del Estado y en la enseñanza pública, así como absoluta neutralidad de los mismos, en cuanto autoridades o funcionarios públicos,  respecto de las creencias o postulados de estas organizaciones.
La contrapartida de lo anterior es, por cierto,  la garantía del Estado de que estas comunidades, incluidas las religiosas, podrán existir y desarrollarse sin restricciones, en tanto respeten las reglas del derecho común, en el ámbito de la sociedad civil. 
La laicidad del Estado de Chile ha sido frustrada más de una vez. El primer paso constitucional hacia ella se dio en la Constitución de 1925, que terminó con el carácter oficial de la religión católica, apostólica y romana. Sin embargo, dicha Constitución, que se aprobó en el contexto del acuerdo de separación de la Iglesia y el Estado alcanzado por el Presidente Arturo Alessandri con el Vaticano, no señaló expresamente en su texto el carácter laico del Estado.
Lejos de esto, si se examina la Constitución de 1925, se puede apreciar una notoria preocupación del constituyente por garantizar los derechos de que gozaba la Iglesia Católica respecto de sus bienes, incluyendo  expresamente que los templos y sus dependencias destinados al servicio del culto estarían exentos de contribuciones. En la práctica, bajo el imperio de la Constitución de 1925 se mantuvieron numerosos beneficios y privilegios para la Iglesia Católica.  
 La Constitución de 1980, generada por la dictadura, liderada en su elaboración por Jaime Guzmán Errázuriz, ideólogo del confesionalismo nacional, incluyó en su articulado una concepción comunitarista que requiere ser denunciada como anti-laica: el denominado principio de subsidiariedad, bajo cuya inspiración las organizaciones privadas tienen una prioridad garantizada   constitucionalmente   para   hacerse
cargo de manera indiscriminada de la mayor parte de las funciones de interés público, en desmedro de la acción social del Estado, representante de la ciudadanía.
Bajo su vigencia, y al alero de esta cuña neoliberal, se expandió notablemente el poder  fáctico de la jerarquía eclesiástica aliada al poder económico, especialmente en la generación de colegios y  universidades privadas que, entre otras actividades, han hecho uso de su derecho privilegiado a fundar empresas educativas, condenando al Estado  a ejercer una función subsidiaria en este dominio. Con esto se reforzó  la hegemonía ideológica clerical en la formación de nuestra juventud para la cual complementariamente, por si les faltaba algo, se restablecieron las clases de religión en la enseñanza pública.
Bajo la Constitución de 1980, asimismo, y en régimen democrático de gobierno, se dictó la Ley de Cultos de 1999, la que, lejos de ser laica, resultó profundamente religiosa en tanto otorgó un reconocimiento estatal al ejercicio de la actividad religiosa en el dominio público. La Ley de Cultos generalizó para la totalidad de las confesiones religiosas buena parte de los beneficios que el Estado reconocía hasta entonces sólo para la Iglesia Católica.
De este modo, a partir de la Ley de Cultos, el Estado Chileno puede acoger  y subsidiar a todas las instituciones religiosas, estableciendo una protección de la que no gozan los ciudadanos librepensadores, agnósticos o ateos. El laicismo no pretende que el Estado amplíe el paraguas para los librepensadores, sino que,  por el contrario, se abstenga en materia religiosa, tanto en relación con los creyentes como con los no creyentes.  La igualdad religiosa en el Estado no es laicismo.   
Pese a lo expuesto, continúan escuchándose voces que proclaman que el Estado de Chile es laico, cuando no lo es, señalando que la Iglesia se separó del Estado en 1925, cuando se trató de un acuerdo espurio que no alejó a la Iglesia del Estado.
En realidad, el Estado chileno ha continuado concurriendo con recursos al financiamiento de las Iglesias, a la construcción de templos religiosos, a las capellanías en las Fuerzas Armadas, a las capillas católicas en instituciones del Estado y a la enseñanza religiosa en colegios públicos; no se ha terminado con la participación de autoridades públicas en ceremonias religiosas, con la consideración de las jerarquías religiosas como si fueran autoridades ciudadanas, con las ceremonias religiosas en organismos del Estado, con la participación oficial en las investiduras cardenalicias y proclamaciones de santidad, ni con  la instauración de feriados en conformidad a las festividades religiosas. Por último, se ha persistido en la asignación de terrenos fiscales para construir lugares de culto y en la consagrada exención de impuestos a los templos religiosos.
Ciertamente, el laicismo tiene detractores, y resulta natural  que los sectores clericales lo combatan por convicción y doctrina. Sin embargo, hay otros  que aun declarándose laicos optan por ignorar o desvirtuar las propuestas laicistas, motivados muchas veces por propósitos de conveniencia política o electoral.  En tanto quienes procuren ignorar o desvirtuar el posicionamiento laico provengan de la autoridad con potestad en la iniciativa constitucional, como es el caso del Gobierno,  nos enfrentaremos a la paradojal situación de que será necesario posicionar la importancia de la laicidad en la Constitución entre aquellos que se llaman  "laicos" pero que no están dispuestos a asumir el eventual costo político de institucionalizar las banderas de la laicidad.
Un negativo signo hemos tenido en las últimas semanas a este respecto. La Presidenta de la República ha visitado al Papa en Roma, manifestando una indecorosa postura desde la perspectiva laica, la que es tal ya desde el momento que se reúne como autoridad política con el Jefe de la Iglesia, que dispone del Vaticano como Estado de fachada para relacionarse al mismo nivel con las primeras magistraturas del mundo. Pero más aún, en dicho encuentro se observó a la Presidenta de la República de Chile haciendo una especie de rendición de cuentas a la autoridad vaticana con respecto a los proyectos de ley cuestionados por la jerarquía eclesiástica chilena y que son de absoluta incumbencia del Estado chileno y de sus ciudadanos. Por último, la Presidenta Bachelet aseguró a las autoridades vaticanas que... por supuesto... las organizaciones religiosas estarían invitadas a participar en el proceso constituyente. 
No podría haber mayor incomprensión, ya no sólo del laicismo sino del carácter republicano del Estado  y del rol que pueden jugar en él las comunidades, que lo que ha manifestado la Presidenta de la República en el Vaticano. Son los ciudadanos, no las comunidades las que definen el interés común. Los ciudadanos participan directamente o a través de las organizaciones en que ellos son considerados en esa calidad, únicamente en la perspectiva del  interés común y no representando a un Bien particular.
Las comunidades, tales como las organizaciones religiosas, empresariales u otras, por naturaleza,  no son entidades que consideren a sus integrantes como ciudadanos con intereses generales sino que son  grupos  que unen a las personas  en torno a intereses, creencias o afinidades que les son comunes (por ello son comunidades), las  que de ningún modo pueden ser consideradas como tales en las definiciones republicanas del interés común.
Este último no es la suma de los Bienes particulares sino que es la identificación del Bien General superior para los ciudadanos, alejado de toda generación a partir de la particularidad o privacidad grupal o comunitaria.
El planteamiento de la Presidenta de la República en el Vaticano no deja de ser preocupante, en tanto desde la inicial elaboración de un texto constitucional se está considerando la participación de entidades que, por naturaleza, representan intereses particulares, propios y privados.  Por cierto, el proceso constituyente requiere participación ciudadana, pero ella no debe confundirse con participación de comunidades o de grupos de interés. 
Por tanto, alertamos que ya desde la organización que se dé el Estado para desarrollar el proceso constituyente se estará jugando la opción de una Constitución efectivamente laica, y abogaremos por que no sea frustrado una vez más el ideal del Estado laico en nuestro país.

(Editorial de Revista Digital "Iniciativa Laicista" de julio de 2015)

lunes, 10 de agosto de 2015

Sobre la agenda laica de la sociedad chilena



Sebastián Jans


Algunas encuestas realizadas durante el año 2014, demostraron un creciente proceso de laicización de la sociedad chilena. Un proceso que escapa a las previsiones de quienes han dominado las decisiones y han hegemonizado las instituciones políticas y económicas desde la transición democrática.
Aun cuando las encuestas en Chile no son instrumentos que gocen de gran confiabilidad, sobre todo cuando tienen alcances contingentes, en el caso de ciertos estudios sobre temas societarios arrojan una tendencia que nos permite tener una comprensión sobre ciertos procesos. Es lo que ocurre con encuestas que han incursionado en el estudio de la religiosidad, en los llamados “temas valóricos”, o sobre estudios que analizan la percepción religiosa en la sociedad chilena.
Allí se ha constatado cómo los chilenos se están alejando de la orientación o el compromiso religioso, así como se advierten niveles bastante críticos sobre las organizaciones religiosas y su conducta, y de sus representantes en la realidad social.
Para las miradas conservadoras de nuestra sociedad, el concepto predominante para definir este proceso es el de “liberalización”. Creo que el concepto no es válido. Claramente, en la sociedad chilena, la condición o el carácter “liberal” está, desde hace mucho, desprestigiado y carcomido por el discurso conservador, que ha usado el concepto de liberalismo como simple y exclusiva manifestación de libre mercado.
No se trata el fenómeno observado de una posición ideológica, sino que lo que señalan esos estudios de opinión, es que hay una comprensión creciente que opta por una posición conductual y ética distinta. Lo que está ocurriendo simplemente es que, luego de vivir la asfixia moralista o “valórica” que los sectores conservadores han impuesto en la agenda-país, desde el fin de la dictadura, la sociedad chilena se está laicizando y afirmando su autonomía personal.
Claramente, lejos de lo que muchos propenden a considerar, la laicidad de una sociedad no deviene de una comprensión ideológica, ya que no propone cuestiones que son propias de la caracterización del modelo económico, político o social. Lo que hace el laicismo es complementar los modelos de sociedad, más allá de su orientación ideológica, para permitir que el ejercicio de lo político se valide en la condición plural de lo que existe y de lo que vendrá. Lo laico, aun cuando se agregue el sufijo “ismo” – laicismo – no tiene que ver con cuestiones de tipo ideológicas, sino con prácticas concretas que modelan el ejercicio de lo político.
Laicidad implica esencialmente el imperio del “laos” (pueblo) en el desenvolvimiento político de las sociedades y los sistemas que las organizan políticamente. Es el imperio del pueblo, el ejercicio de la ciudadanía, la manifestación de lo público en el interés de lo público, sin determinismos que reduzcan o subordinen el hacer político, que condicionen   lo  republicano  a  ciertas   premisas ulterioristas, escatológicas, religiosas.
Laicidad implica, ni más ni menos, la condición  ideal  en  que el pueblo – el laos –  actúa por sí y ante sí, en el respeto intrínseco de su diversidad, en todo aquello que demanda la acción secular, aquello que tiene que ver con la vida de las personas en el tiempo que les toca vivir: un momento histórico atado a la vida de cada cual y a la de todos, en el alcance del conocimiento, en el beneficio de la virtuosidad tecnológica, en la vinculación humanista con el desarrollo científico.
Laicidad implica la institucionalización de los derechos de conciencia y el ejercicio del libre pensamiento en la realización de lo político, donde incluso adquieren singular importancia las distintas propuestas de religiosidad, además de otras comprensiones y lecturas sobre el propósito del hombre y las posibilidades de trascendencia, obturando toda propensión al interés hegemónico de cualquiera de ellas.
Son los intereses hegemónicos de conciencia los que generalmente han acusado al laicismo de conductas predominantes, cuando lo que provoca el laicismo como sana conducta política es precisamente la garantización de las libertades de todas las propuestas de conciencia  y el impedimento de cualquier condición o conducta de hegemonía, algo que ha estado muy presente en la sociedad chilena, desde el tiempo de la dictadura.
Chile, desde 1925, fue un ejemplo de Estado laico en varios aspectos significativos, logros que la Constitución impuesta de 1980 destruyó, y que aún no son debidamente recuperados, debido a los resabios del poder confesional entronizados en una parte importante de la clase política ligada a sectores específicos.
Vista la evolución política chilena, y las encuestas que dan cuenta de la realidad política de la ciudadanía que progresivamente equidista de las influencias político-confesionales que han dominado la institucionalidad de nuestra incompleta democracia, es un hecho que nuestra clase política no ha asimilado el proceso de laicización que vive la sociedad chilena. Sin duda hay una agenda laica en nuestra sociedad, que impera en una condición estrictamente ciudadana, que no logra institucionalizarse por ahora, en tanto los partidos políticos y las estructuras políticas no dan cuenta de su envergadura.
Como ha ocurrido en muchos procesos dentro de la sociedad chilena, los temas de conciencia siguen siendo dominados por las minorías (políticas, económicas, confesionales).
Sin embargo, ejercen coerción sobre los procesos institucionales, condicionan la voluntad de las mayorías, frustrando o distorsionando, a través de la presión o la negociación, aspectos que la práctica social o el interés de las personas colocan en el plano íntimo de las libertades de conciencia.
Gran parte de la votación que obtuvo la Presidenta de la República, Michelle Bachelet, representó esa voluntad de mayorías que aspiran a redibujar la relación de las opciones de conciencia y las estructuras institucionales. Sin embargo, los nudos del poder conservador parecen ser un obstáculo muy poderoso dentro del Estado.
Es un hecho que el sentido común y los derechos de conciencia de las personas, tienen una agenda concreta, y optan mayoritariamente en el país por disponer de una ley que no penalice el aborto, que reconozca los derechos reproductivos, que legisle la eutanasia, que haya una educación de calidad para todos los chilenos (en tanto ella permita potenciar las capacidades de ejercicio de la libertad de conciencia), porque haya una protección eficaz sobre los derechos de los niños, porque haya igualdad de trato para la mujer, porque haya una clase política menos ligada al paternalismo y a la propensión conservadora de administrar las libertades individuales a partir de la hegemonía económica y política, en fin, porque haya un Estado que sea neutral frente a los grupos de interés confesionales o agrupamientos “valóricos”.
De este modo, un gran desafío es traer a la contingencia ese impulso de mayorías, de los que creen y quieren el imperio de las libertades de conciencia, de los que buscan impulsar la modernización del país hacia una sociedad mucho más democrática, y donde los derechos de las personas estén efectivamente determinados por la ley y no por grupos de interés moral o religioso.
La democracia chilena no tendrá su pleno ejercicio, mientras no se resuelvan las herencias decimonónicas del paternalismo, del autoritarismo cultural, del confesionalismo de ciertos grupos de poder, del patronato y de cierto feudalismo encubierto de las clases propietarias que construye la esencia de su discurso conservador. La forma de resolverlo, objetivamente, es interpretando el pensamiento de las mayorías, y quitando la legitimidad de la práctica política a determinados círculos de poder esencialmente minoritarios. 

(Editorial de Revista "Iniciativa Laicista" de mayo 2015)

lunes, 3 de agosto de 2015

Revista Iniciativa Laicista de Julio

Con una entrevista a Gabriel Boric,diputado de la región de Magallanes y Antártica Chilena,  se encuentra disponible gratuitamente en su sitio web la revista Iniciativa Laicista, en su edición de julio 2015. De la misma forma, se destaca un artículo del dirigente político Pablo Paredes. 
Son parte también de esta edición, los siguientes artículos: Análisis a ley de Acuerdo de Unión Civil, Reflexiones sobre la Declaración de la Masonería Femenina Chilena, Alcances sobre las Líneas Guías del Episcopado, El liderazgo femenino, De la factibilidad ideológica de los proyectos; Chile, un mal lugar para envejecer, En USA crecen los “nones” y La cruz en las aulas españolas.


miércoles, 1 de julio de 2015

Como realizar el trámite de apostasía

Por Eduardo Quiroz

El trámite de la apostasía en sí mismo es bastante simple y su resumen es el siguiente, a modo de guía para realizarlo:
El primer paso no debería existir y el segundo debería ser el primero, pero dada la modalidad del primer trámite que ya comentamos, se hace necesario esta inclusión:
1.- Recordar donde fuiste bautizado o más bien preguntar a los padres el lugar del trámite. Con seis meses o menos de edad es difícil recordar, ¿no?
2.- Dirigirse a la parroquia, capilla o iglesia donde se realizó el trámite del bautismo y solicitar una copia de la inscripción o certificado de bautismo. En tal caso, es necesario llevar un monto en efectivo, pues no es un trámite gratuito.
3.- Averiguar la diócesis de la región --o arquidiócesis si es de la Región Metropolitana--  que corresponde y certificado en mano dirigirse al lugar para solicitar el formulario de apostasía. Un dato imprescindible es que no se puede realizar el día lunes, pues es día de “descanso”.
4.- Una vez en la diócesis, llenar el formulario, el cual se realiza en conjunto con una “entrevista” con el párroco de turno, que, de manera análoga como lo hacen bancos o las empresas de servicios cuando uno solicita una baja, le realiza una charla tratando de revertir la decisión y, en mi caso al menos, al no poder revertirlo, utilizan la teoría del miedo indicando que es un trámite que le hará perder todos los “derechos” que se habían adquirido. Llenado el formulario, se firma, se le entrega y esperas por una copia de él.
5.- El formulario es enviado de manera interna a la sucursal que corresponde, donde, lamentablemente, no borran el registro sino sólo le ponen una nota al lado indicando la condición de apóstata. Deberían borrar el registro de bautismo, pues siguen manteniendo la información en sus libros de manera engañosa.
6.- Ya el trámite está finalizado, pero resulta adecuado, transcurrida una semana o dos, dirigirse nuevamente al lugar donde fuiste bautizado y solicitar un certificado de bautismo y comprobar que los datos hayan sido correctamente ingresados y que el registro haya sido actualizado.
            El trámite es, como se dijo, relativamente simple. 
            Paradójicamente, aquí lamentamos que el Estado de Chile sí respete fielmente la separación Iglesia-Estado (como no lo hace en otros casos, haciendo la vista gorda ante tantas intervenciones eclesiales en asuntos públicos), pues no existe manera civil de certificar o constatar que realmente de parte de la iglesia el hecho de apostatar se haya consumado o realizado de manera correcta y fiel al espíritu que hay tras una acción como esta: una decisión concienzuda, meditada, reflexiva y racional,destinada a corregir un vicio que aún sigue vigente en la sociedad chilena actual y en varios otros lugares del mundo.
Ejercida la apostasía, la Iglesia ya cuenta con un miembro menos. Con la honestidad por delante, quienes no profesamos una religión y vemos un mal uso de esa cifra de "mayoría", deberíamos realizar este trámite en pos de terminar con la tiranía que ejercen y buscan continuar ejerciendo los clérigos, esperando el día  en que las autoridades del Estado entiendan lo necesario que es tener un Estado cien por ciento laico.

Juan Rivano. Adiós a un pensador crítico


por Rogelio Rodríguez

Después del fallecimiento de Félix Schwartzmann, en febrero del año pasado, y de Humberto Giannini, en noviembre, nos ha dejado en abril de este año otro de nuestros grandes filósofos, acaso el más lúcido, agudo y osado en materias de análisis y crítica social: Juan Rivano.
En uno de sus libros  - El encierro del Minotauro. Ejercicios del sinsentido, el mito y el poder (1994) -, Rivano escribió que el poder y el engaño son realidades sustantivas del mundo y que el pensador crítico, viviendo también en el mundo y viendo las cosas con ojos despiertos y diciendo lo que ve, entra en conflictos con el poder. 
Esto, sin duda, puede considerarse en su caso una autorreferencia, ya que  – estando la verdad y la crítica en juego -  el mismo Rivano enfrentó valerosamente la fuerza del poder y asumió las consecuencias.  Entre otras, la consecuencia de que, en el momento de su lamentable partida, sus amigos y discípulos chilenos hayamos tenido que despedirlo a la distancia.
Por sus ideas libertarias, su estilo franco de nombrar las cosas y su permanente denuncia de la filosofía académica nacional, que acusa de descomprometida con los grandes problemas de nuestra sociedad y, por tanto, sostenedora del statu quo, luego del golpe militar de 1973 Rivano fue perseguido, despojado de sus cátedras y despedido de la Universidad de Chile (donde ejercía por largos años como profesor de Lógica y de Teoría del Conocimiento) y encarcelado.
Finalmente partió al exilio, en 1976, decidiendo residir en Suecia, donde trabajó como investigador de la Universidad de Lund hasta el momento de su jubilación. Sin embargo, nunca dejó su tierra.  Desde 1990  - fecha en que se le permitió regresar a su patria -, Rivano viajó a Chile numerosas veces trayendo siempre un texto original bajo el brazo. Así, publicó en estos años, en nuestro país, una quincena de libros casi todos bajo el sello de Bravo y Allende Editores. 
Entre otros destacan: Religión y darwinismo (1990); Diógenes: los temas del cinismo (1991); La vertebración de la filosofía (1994); El encierro del Minotauro (1994);  Retórica para la audiencia (1998); Introducción a Montaigne (2000) y Los dichos en el habla chilena (2002).
A estas publicaciones de contenido diverso las hermana un mismo propósito: Rivano siempre reflexionó y escribió con su mirada puesta en nuestro suelo, generando instrumentos analíticos que nos permitieran, a sus lectores, penetrar en nuestra realidad social y examinar clara y hondamente sus recovecos. 
La filosofía - a su juicio -  debe servir para descorrer el velo y desnudar los fundamentos de los “asuntos humanos” que experimentamos.  Esta misión se refleja asimismo en los autores tratados en sus obras, muchos de los cuales fueron introducidos por Rivano a nuestros ambientes intelectuales por su perfil perspicaz y provocativo: por ejemplo, Lear, Toulmin, Dawkins, Tomkins, Szazs, Ludwig, Mencken.
No obstante su ingente producción teórica (complementada con la publicación de más de una veintena de ensayos en revistas académicas, así como otra buena cantidad de textos inéditos que, gracias a la tecnología actual, andan circulando en versiones digitales), todavía hoy en las mansas aguas de la academia filosófica chilena se evita la agitación y el oleaje pretendiendo desconocerla.
Así, enseñadores e “historiadores” de la filosofía nacional, en las pocas ocasiones en que se refieren a la obra de Juan Rivano, estancan sus estudios en sus primeros libros (publicados hasta el año 1973) cuyo contenido era de corte neohegeliano y dialéctico-materialista.  Los sesgos ideológicos   -tanto de izquierda como de derecha -  hacen retroceder todavía, incómodos y censurantes, a la mayoría de nuestros intelectuales ante la envergadura del pensamiento crítico de Juan Rivano.
Es de esperar que las jóvenes generaciones de estudiantes de filosofía y ciencias sociales “descubran”, estudien y apliquen el pensamiento de Rivano.  Ante tanta charlatanería, fraude e impostura intelectual que nos rodea, las lecciones críticas de este “amante de la sabiduría” que nos ha dejado a sus 88 años son un tónico de lo más estimulante.

Publicado en revista Iniciativa Laicista en su edición de mayo de 2015