Disponible, en forma gratuita, se encuentra la edición de septiembre 2015 de la revista digital Iniciativa Laicista.
Sus temas son: Una amplia reseña y testimonio del medico René Martínez Barros, declarado Hijo Ilustre de San Felipe, personalidad laica de la ciudad capital de Aconcagua. El doctor Fernando Muñoz explica los alcances de la vacunación en Chile contra el virus del papiloma humano. El dirigente estudiantil y director de la Fundación Nodo XXI responde a las preguntas de Iniciativa Laicista. Dos temas sobre el sindicalismo chileno son enfocados por Claudia Hasbun y Sergio Rozas. Sylvie R. Moulin opina sobre el debate sobre la legalización de la marihuana, y coopera en informar sobre el debate francés sobre las escuelas de la República, a propósito de las propuestas del partido "Los Republicanos". También se reproduce un artículo del pensador español Andrés Carmona Campos, que diferencia entre los conceptos de laicismo y secularismo.
Por último, se reproducen los discursos en la ceremonia de reconocimiento de la AILP al director de la revista.
domingo, 27 de septiembre de 2015
sábado, 19 de septiembre de 2015
La crisis institucional y la necesidad de una nueva Constitución
Gonzalo Herrera
Debatir sobre
una nueva Constitución abre la oportunidad de acercar distintas formas de
pensamiento —representando la diversidad de nuestra sociedad— en torno a
valores y principios ético-democráticos, que dejen atrás la vieja obsesión de
mantener enclaves de poder en la carta fundamental. Lo primero que se podría
esperar de una nueva Constitución sería que permitiera un sistema político más
democrático y representativo, con mayor transparencia y participación
ciudadana.
Una inmensa
mayoría concordará también que una nueva normativa constitucional debe definir,
proteger y garantizar derechos fundamentales, tanto individuales como
colectivos. Nos referimos a los derechos civiles y políticos clásicos,
inherentes a la tradición institucional republicana interrumpida en 1973 y
persistentemente violados durante el periodo autoritario, así como a la demanda
de nuevos derechos que surgen en la sociedad moderna, de carácter económicos,
sociales y culturales, derechos que emanan de la conciencia de dignidad y
solidaridad humana para contrarrestar la desigualdad social y la deficiente
distribución de la riqueza.
De esa
manera, un debate sobre una nueva Constitución debe dirimir en primer lugar una
disyuntiva ética fundamental: si
queremos una sociedad estructurada en la búsqueda del bienestar individual o
una sociedad solidaria. Nuestra visión laicista de sociedad es clara: abierta, democrática, fraternal, respetuosa de
los derechos humanos, con una real separación entre lo político y lo religioso,
con libertad de conciencia y plena vigencia del principio de igualdad moral
entre las personas, lo que significa que la idea de bien de un individuo no puede ser considerada superior al concepto
de bien de cualquier otro.
Los valores laicos se expresan también
en la plena vigencia de la ciudadanía y la soberanía popular, vale decir en la legitimidad del Estado que proviene de la
voluntad ciudadana y del respeto a los valores democráticos, y no de una
concepción política influida por preceptos religiosos que limitan severamente
la autonomía del poder público. Sólo así se podrán garantizar la igualdad y la
universalidad de los derechos.
Una sociedad
con estas características sólo puede ser regulada por un Estado laico, que
separe nítidamente la
esfera pública de toda religión, garantizando a todos los ciudadanos la
libertad de conciencia y la autonomía de la voluntad humana. Sólo la libertad
de conciencia, que permite la libertad de creer o no creer en una divinidad, en
una concepción filosófica o en una ideología política, posibilita a los seres
humanos desarrollar un tipo de sociedad con un espacio público abierto a los
intereses comunes, borrando las fronteras que dividen los diferentes
particularismos.
Así, toda democracia moderna se
fundamenta en una Constitución liberada de la influencia o hegemonía de
cualquier religión — y de las respectivas iglesias —, de modo que el Estado pueda
representar efectivamente el interés común del laos y no intereses o visiones particulares de algún, o sólo
algunos, de sus sectores.
En cualquier caso, la restricción a la
acción de las distintas confesiones debe entenderse sólo en la esfera pública,
en el ámbito del Estado, no en el
espacio público, que pertenece a todos — en el que no cabe ningún intento de apropiación
particular —, donde gozan de la mayor libertad para practicar sus cultos y
difundir su enseñanza. El Estado, sin embargo, debe mantenerse neutral frente a
todas las ideologías confesionales, garantizando la tolerancia religiosa tanto
como el respeto a quienes se declaran no creyentes, protegiendo de esa manera
la igualdad y la pluralidad en la sociedad.
No obstante, el principio de laicidad no
se agota en la relación entre el Estado y las iglesias. La doctrina neoliberal
ha intentado implantar una nueva religión en el mundo globalizado. Aceptado con
características de dogma por las derechas políticas más conservadoras, pretende
constituirse en “doctrina única” en la mayor parte de occidente, imponiendo su
discurso dominante como un nuevo decálogo, basado en las leyes del mercado,
mediante el cual se pone bajo sospecha toda forma de conciencia colectiva y de
identidad social, abriendo paso al individualismo y a una enajenante
identificación con el modelo.
Los Estados que han alcanzado una mayor
afinidad con la visión neoliberal y que se rindieron a las exigencias del
capital globalizado, han resignado su capacidad para discutir democráticamente
sus propias estrategias de desarrollo y caen inermes ante la presión de los
inversionistas, perdiendo así el control de la economía, principalmente en lo
que se refiere a crecimiento y empleo, sin ahondar en la contingencia de
corrupción. Todo esto constituye una inaceptable obstrucción al ejercicio de la
soberanía popular en el plano económico.
Como hemos podido comprobar en nuestro
país, una pequeña oligarquía concentra tales cuotas de poder que puede llegar a
alterar el ritmo de la economía, extorsionando al propio gobierno y al mundo
político en general, haciendo muchas veces estériles los esfuerzos — nos referimos a quienes leal y
consecuentemente han tratado de lograrlo — por llevar a cabo reformas y
transformaciones en pos de un ideal igualitario.
Los principios y valores de la laicidad
son totalmente incompatibles con este modelo de sociedad.
Si nos atenemos al concepto de soberanía
radicada en el pueblo, siendo éste el que delega sus facultades en el Estado, a
la libertad de conciencia, a la igualdad — con un contenido proactivo que es
mucho más que luchar contra la desigualdad —, y a la tolerancia — no en su
acepción de “soportar”, sino de aceptar
y apreciar la diversidad —, podremos aspirar a que la laicidad que promueve el
laicismo pueda constituirse en un importante factor de progreso, para avanzar
hacia un tipo de sociedad integrada, que haga posible la coexistencia plural y
pacífica compartiendo los valores ciudadanos. Ciudadanos libres e iguales en
derechos y deberes, alejarán el riesgo de la violencia o el conflicto propios
de sociedades atravesadas por
diferencias antagónicas, ya sean étnicas o de clases sociales, o donde los
derechos de las minorías son persistentemente conculcados.
Laicidad y secularización
El Estado
laico que no fue, a pesar de que la Constitución de 1925 proclamara la
separación de la Iglesia Católica del Estado, aunque sin mencionar la palabra laicidad y sin que se lograra avanzar en
términos institucionales concretos para secularizar la sociedad, debería ser
expresamente definido ahora, en una nueva carta fundamental. El resultado de
aquella indeterminación ha permitido que la Iglesia haya mantenido su hegemonía
moral sobre la sociedad — generando la percepción de gozar de un estatus
diferenciado, entre otros aspectos con la llamativa presencia de cardenales y
obispos en actos oficiales —, interviniendo abiertamente en
el ejercicio del poder y en el desenvolvimiento de las funciones públicas,
procurando imponer sus puntos de vista inspirados en su dogma particular a toda
la sociedad, sin consideración alguna por el derecho a la libertad de
conciencia de las personas.
De esa
manera, en su afán de prevalecer sobre el Estado, continúa entrometiéndose
también en la discusión institucional y democrática de las leyes, mostrándose
dispuesta a enfrentar a cualquier gobierno que se proponga destrabar criterios
morales anacrónicos y autoritarios, apelando a la “verdad moral” con el solo
argumento de exigencias sobrenaturales.
Lamentable, desde la óptica de un Estado que ha
proclamado constitucionalmente la separación con la Iglesia, fue que en la reciente
visita que realizara la presidenta Bachelet al Papa, se haya comprometido con
el pontífice a que la Iglesia como tal tendría participación en el anunciado debate
constitucional. Un comunicado del propio Vaticano hizo público también que en
la visita se analizaron temas de interés común, como “la salvaguardia de la
vida humana, la educación y la paz social”.
El comunicado de prensa agregaba además
que “en ese contexto, se ha reafirmado el papel de las instituciones católicas
en la sociedad chilena y su contribución positiva…”. No cabe duda que este
acontecimiento constituye una señal de alarma, en cuanto trasluce una feble
convicción laica de parte de la primera mandataria, dispuesta al parecer a
hacer concesiones en este punto estratégico ante un eventual debate constitucional, en que una de las posiciones más
trascendentales será precisamente la defensa de un ordenamiento jurídico de
carácter aconfesional para nuestro país.
Desde nuestra perspectiva, la Iglesia, en cuanto
institución, no tiene derecho a participar en el debate constitucional, salvo
que lo haga representada por personas en calidad de ciudadanos, expresándose
con un lenguaje civil, en base a la razón y no sobre argumentos sustentados en
convicciones meramente religiosas. Tampoco cabrían en un debate constituyente
grupos u organizaciones que sustentaran postulados fundamentalistas o
integristas, opuestos al principio esencial de libertad de conciencia.
El proceso de secularización que se ha venido desarrollando
en los últimos años, no sólo en Chile sino en buena parte de Occidente, queda
de manifiesto no sólo en la reducida asistencia de fieles a los templos — católicos
fundamentalmente — y en el desplome de la confianza de los chilenos en la
Iglesia Católica, sino también en la baja incorporación de jóvenes a los
seminarios de formación sacerdotal, en el creciente número de religiosos que
dejan sus hábitos, en el progresivo abandono de la educación católica en los
sectores más pobres, concentrándose en colegios de alto costo para hijos de
familias adineradas, en el rechazo que manifiestan comunidades y distintos
sectores de la sociedad civil a la pertinaz presencia de las iglesias en la cosa
pública, obstruyendo la tramitación de leyes de alta significación para una
sociedad que anhela ser más tolerante.
Por lo tanto, una nueva Constitución debería recoger esta
mirada actual sobre la posición que hoy
ocupan las iglesias, cada una como una institución más, respetable como todas
las que portan enseñanzas morales, pero ninguna como titular de un
reconocimiento privilegiado.
Esta visión laica en la nueva Constitución debería
ser además suficientemente explícita, para evitar el abuso semántico en que se
incurrió durante la tramitación de la reciente reforma educacional,
interpretando el término laico como
un concepto de cooperación con todas las confesiones por igual, y no en su real
significado de prescindencia de lo religioso en los asuntos del Estado. Aun en la actualidad, si en vez
de la asignatura de religión la educación pública entregara una visión
comparada de las religiones, y enseñara que la moral religiosa no es superior a
la moral laica, se estaría dando un importante paso en aspectos de pluralidad,
tolerancia y antidogmatismo.
En la Constitución de 1980, con sus posteriores
modificaciones, se garantiza la libertad de conciencia, el derecho a manifestar
toda creencia y el libre culto, omitiendo sin embargo garantías explícitas para
quienes intentan construir una concepción de bien al margen de una perspectiva teológica, es decir, no considera
el derecho a “creer o no creer” en una divinidad, a no profesar religión o a no
pertenecer a alguna iglesia, salvo la tácita garantía que otorga la libertad de
conciencia. Una Constitución que considere los valores laicos debe reconocer
expresamente la libertad referida a ateos, agnósticos, escépticos o
indiferentes, para llegar a establecer un verdadero pluralismo.
Nueva Constitución y la oportunidad de un verdadero Estado laico
Marcela Sandoval Osorio
“Una
constitución es una decisión fundamental sobre la identidad y forma de
existencia de una unidad
política, es decir, la que hace posible
que una comunidad política sea un agente político”. (Fernando Atria.
que una comunidad política sea un agente político”. (Fernando Atria.
“La Constitución tramposa”. 2013)
Recientemente en un foro sobre “nueva
Constitución” una persona del público
preguntaba cómo explicar la importancia de este debate a quienes sus
rutinas cotidianas los dejan fuera de conversaciones como ésta. En el fondo se
preguntaba cómo hacer que este tema, aparentemente crucial en la vida de un
país, llegara también al diario vivir.
Las respuestas pueden ser variadas
respecto al cómo, es decir, a las estrategias que se pueden promover para
acercar este debate, sin embargo, hay un argumento poderoso que debiera primar:
la Constitución actual tiene reglas que impiden el goce de nuestros derechos
humanos y ese solo hecho impacta el diario vivir. Ejemplos pueden ser variados;
desde cuestiones como la desprotección en la seguridad social a demandas más
complejas como el no reconocimiento de grupos discriminados.
A pesar de las reformas realizadas desde
los 90` en adelante, que han corregido cuestiones muy relevantes como el
reconocimiento de la igualdad ante la ley entre hombres y mujeres, la
Constitución de 1980 es un texto normativo que contiene trabas para el
ejercicio democrático.
Recién este año se ha logrado cambiar el
sistema electoral binominal por uno proporcional inclusivo, con el que se
aspira a fortalecer la representatividad del Congreso Nacional. Por décadas
hemos presenciado un debate político situado en dos grandes conglomerados y
cuyos consensos han establecido para el país un estancamiento en aquellos temas
que pueden poner en disputa los principios que fundan la Constitución de 1980.
Hay temas que tienen que ver con la
concepción misma de un Estado laico sobre los que no se ha avanzado. La
resistencia es evidente. Es un terreno que pone en disputa ideas sobre qué tipo
de Estado es el que quieren distintos sectores del país para el Chile de hoy y
su futuro cercano.
En la revisión que hace Bernardo
Subercaseaux en su “Historia de las ideas
y de la cultura chilena” esta tesis se confirma absolutamente; los grupos
poderosos han sido quienes han resguardado el “orden social” bajo consensos que
no necesariamente han interpretado las demandas del pueblo.
Por momentos de nuestra historia el
pueblo ha emergido como un actor relevante que pone en cuestionamiento a
quienes gobiernan. Esto es cíclico. La ciudadanía se organiza, demanda y el
Estado reacciona.
En efecto, quienes gobiernan generan
mecanismos para resguardar el Estado de derecho, sin embargo hay un rasgo que
se ha ido revelando con fuerza en el último tiempo: el déficit democrático que
tiene una raíz profunda en las distintas fuentes de desigualdad. Precisamente
la desigualdad y el déficit democrático son dos temas clave que se desprenden
de la Constitución del 80`, de sus intentos por reformarla y de los consensos
con los que hemos convivido post dictadura.
Proceso
constituyente
Durante décadas hemos convivido con una
democracia restringida, no solo por sus reglas, también por las prácticas
políticas que han perpetuado un modelo donde unos pocos detentan el poder
político y económico y definen el carácter de la convivencia democrática.
La discusión actual sobre un cambio
constitucional es lo suficientemente mayoritaria como para eludirla a nivel
institucional. La Presidenta Michelle Bachelet ha señalado que el proceso
constituyente, que se iniciaría en septiembre, debe ser institucional,
democrático y participativo. Sin embargo no se ha definido aún el mecanismo ni
la ruta de dicho proceso.
Lo que hay en común en varias
iniciativas ciudadanas y de movimientos políticos sobre un cambio
constitucional, es la aspiración por una “república democrática y
representativa” y donde los cambios vengan efectivamente de procesos
participativos.
En este contexto se ha venido
construyendo en el espacio público una idea genérica acerca de una forma
distinta de concebir el Estado y sus reglas; una forma que emane verdaderamente
de la voluntad del pueblo soberano, pero sobre todo una forma que se sustente
en principios muy distintos de los que se fundamenta la actual Constitución,
por ejemplo, en el principio de igualdad y no discriminación.
Un plebiscito debiera ser convocado para
que los y las ciudadanas decidan cuál es el mecanismo que les parece más
adecuado para elaborar el texto constitucional. Dado el carácter plural de su
conformación, una Asamblea Nacional Constituyente puede dar garantías de que
una ciudadanía diversa participe y se pronuncie sobre los contenidos de una
nueva Constitución; solo así podremos hablar
verdaderamente de un “proceso institucional, democrático y participativo”.
Nuevas reglas y Estado
laico
Así como la definición del mecanismo es
crucial en un proceso constituyente también lo es el debate respecto a los
contenidos. Una de las restricciones que ha tenido nuestra democracia es el
poder fáctico de las iglesias. Quizás llamar a Chile una “república
democrática” y no hablar directamente de un Estado laico ha dificultado avanzar
en el reconocimiento de derechos que ponen en jaque precisamente la visión de
determinadas creencias.
Ciertamente es un terreno en disputa la
igualdad de derechos para grupos históricamente discriminados como las mujeres
o las diversidades sexuales. Lo es actualmente la discusión por la
despenalización del aborto y futuramente lo será la aspiración por el
matrimonio igualitario. Estos temas que tensionan a sectores conservadores, no
pueden ser objeto de cerrojos por parte de un Estado que es laico en su
esencia. Superar estas disputas sin duda va más allá de la declaración expresa
de ser parte de un Estado laico, no obstante una definición constitucional
sobre Chile como “Estado laico y democrático” puede contribuir a despejar el
tipo de Estado al que aspiramos.
La profundización de la democracia en
nuestro país debe apuntar no solo a cambios institucionales, también al
fortalecimiento ciudadano. Hoy unos de los desafíos en la política pública es
sin duda la educación en derechos humanos y la formación ciudadana. La
democracia se fortalece si hay una ciudadanía que participa en las grandes
decisiones, es capaz de articularse y formular demandas para la protección de
sus derechos y libertades.
El derecho a voto es apenas una
expresión concreta de la ciudadanía, pero una de las expresiones más
contundentes del comportamiento democrático. La formación ciudadana debe poner
el acento en todas aquellas expresiones en las que la ciudadanía puede
expresarse y en ese plano el derecho a voto cobra aún más sentido.
Un Estado laico definido en la nueva
Constitución debiera contribuir a educar en valores democráticos como el
respeto por la diversidad. Este camino puede permitir a las nuevas generaciones
trabajar con la memoria del país y de esta manera ir rompiendo las trabas
simbólicas y estructurales que institucionalmente nos heredó la dictadura y que
nuestro sistema democrático aún no ha logrado derribar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)