Sebastián Jans
Hasta hace algunas décadas, antes de que
la educación fuera un producto más del mercado, la educación era un objetivo
nacional. Hombres de mentalidad progresista, con una visión nacional bastante
preclara, con una concepción específica sobre la educación como herramienta de
conocimiento y esclarecimiento, debieron vencer los enormes impedimentos de la
rémora colonial, que engordaba con los resabios prepotentes del opulento conservadurismo
de su tiempo, dispuesta a oponerse a que las clases bajas accedieran a las
virtudes que daba la educación y el saber.
Hay memorables antecedentes de
parlamentarios conservadores de la segunda parte del siglo XIX y de la primera
parte del siglo XX, exponiendo los planteamientos mas rotundos sobre los
riesgos que implicaban que los hijos de los jornaleros y los inquilinos fueran abstraídos de su “condición natural” por la
subversión educativa. Muchos de esos personeros consideraban que la educación
que aquellos necesitaban, bastaba con la que les entregaban los sacerdotes en sus
parroquias o capillas, en torno a lo necesario para ser buenos siervos de la
fe.
Hay también memorables planteamientos de
personeros religiosos que rasgaron vestiduras ante la “pretensión laicista” de
desarraigar a los pobres del camino que les había asignado Dios en la creación,
imponiéndoles una peligrosa educación primaria obligatoria.
Todos ellos ponían pie firme en la ley,
en la más imperturbable y solemne ley, para fundar sus declamaciones, y condenaban
la ampliación al acceso a la enseñanza por sus alcances claramente subversivos. No
faltaron los conjuros impetrando la acción divina para alejar la demoniaca
ralea que venía a traer tanta desgracia a una sociedad tan claramente
determinada por los roles establecidos por la creación.
Pero, aquellos subversivos y contrarios
a los determinismos, lograron concebir un concepto que tendría un enorme
impacto en el desarrollo de Chile: el Estado Docente. Un proyecto con
perspectiva de futuro, construido en la tolerancia y en el conocimiento humano.
Cuando habían muy pocos recursos, cuando había tantísimo por hacer, cuando
había que luchar con opositores formidables (la clase poseedora y los
clérigos), fueron capaces de concebir un concepto de enorme trascendencia para
el acceso de Chile a la modernidad, a la libertad de conciencia, al
librepensamiento, a la democracia, a la movilidad social, a un estadio de
desarrollo cultural y educacional que llegó a ser un referente en América
Latina, por muchas décadas, aún con sus enormes carencias.
Ese concepto fue el “Estado Docente”. Cierto
que tuvo limitaciones, que tuvo incapacidades, que provocó insatisfacciones.
Pero nadie podía llamarse a equívocos respecto de su carácter y objetivos. Se
trataba simplemente de que, el Estado, asumiera la obligación de educar a los
chilenos, sin otro objetivo e interés que los logros académicos y los objetivos
nacionales planteados en bien exclusivo del país y de su pueblo. Con esa
decisión y voluntad se beneficiaban los educandos, con la adquisición del
conocimiento y su crecimiento personal; se beneficiaban las familias, porque
aseguraban los logros de su progreso o adquirían la posibilidad cierta de la
movilidad social; se beneficiaba el país, al lograr chilenos mejor preparados
para los desafíos del desarrollo y la planificación nacional; se construía una
cultura, una sociabilidad y una idea nacional.
Su naturaleza estuvo centrada en su
carácter público, gratuito y laico. Desde luego, no fue excluyente, ya que
posibilitó una educación particular como colaboradora, para aquellos que
preferían mantener sus identidades específicas o para que los más ricos tuvieran
donde educar a sus hijos, cuando fracasaban en la educación pública.
Todo ese esfuerzo se sostuvo
académicamente en la formación de educadores, a través de las Escuelas
Normales, que formaron miles de profesores, y que debe reconocérseles la
condición de “alma mater” de la
educación chilena, y que solo desaparecieron cuando el dogmatismo y las
exclusiones vinieron a imponerse, para provocar cambios ideológicos y
partidistas, en la medida que lograron hacerse políticamente del Ministerio de
Educación, el gran bocado para imponer su particular modelo de sociedad.
Ese enorme proyecto educacional,
definitivamente, no ha podido ser hasta ahora emulado ni sustituido en su
alcance, magnitud, y coherencia, por ninguna de las reformas y cambios
propiciados por las políticas que se impulsaron desde los años 1960 en
adelante. Y todo lo obrado parece que estuvo orientado a demolerlo.
Lo que seguiría después, cuando el
Estado Docente fue abolido, sería la desaparición de todo concepto específico
de proyecto o plan nacional de educación. O simplemente el plan o proyecto fue
que no hubiese plan o proyecto. Y quienes esperaban fagocitarse de las
posibilidades que daba un mercado abierto, donde había miles y hasta millones
de consumidores, clientes o potenciales deudores, encontraron campo llano para
su iniciativa y emprendimiento.
Pero, no se trataba solo de negocio,
pues, quienes socavaron y destruyeron el Estado Docente, lo hicieron también con
claros propósitos políticos e ideológicos, y con definidos tintes de
determinismo, que no podían ser concebidos e implementados en un sistema de
educación pública, gratuita y laica.
Lo que muestra la realidad posterior es
el motivo actual de un gran repudio nacional, y que los estudiantes, desde el
año pasado, han venido denunciando ante la conciencia ciudadana. Así, ha
quedado en evidencia que la educación se transformó en un simple objetivo de
lucro, en una industria que permite el emprendimiento en la magnitud de cada
uno de sus inversores. Es un producto más que se transa en distintas calidades,
según la capacidad de pago del consumidor, que, así como puede pagar la calidad
de sus zapatos según su ingreso, de la misma manera, según el ingreso familiar,
cada cual puede costear la educación que esté a su alcance.
La denuncia del movimiento estudiantil,
desnudando el perverso sistema que segrega según ingreso y origen social, dejó
en evidencia el trasfondo esencialmente mercantil del modelo que ha imperado. Los
estudiantes lo han desnudado en su esencia con ideas y claros contenidos
críticos que han sido asumidos por la ciudadanía.
Ante ello, quienes sostienen el modelo,
se han dado cuenta que, lo que fue impuesto con el arbitrio dictatorial, y que
es protegido por las redes fácticas y el binominal sistema electoral, ni
siquiera tiene un contenido o relato, una formulación de ideas que lo
justifique ante la conciencia nacional. Sobre todo cuando los conceptos que
formulara la dictadura de Pinochet, al demoler la educación pública, ya no son
argumentos decentes ni morales, más aun cuando muchos de sus vinculados exhiben
el ímprobo resultado de su emprendimiento en el negocio de vender ese tan repudiado
modelo de educación.
Ante esa falencia se ha comenzado a
esbozar un concepto de “sociedad docente”, que lejos de definir un proyecto de
educación, pareciera que lo que trata es salvar ideológicamente un modelo
aplicado sobre la base de la sobreposición de los intereses de quienes lucran
con él, y de quienes fácticamente han obtenido o recuperado primacías, a costa
de seguir generando y reproduciendo chilenos de distinta clases según su
ingreso y origen social.
Sin embargo, el pragmatismo de quienes defienden
el modelo, al punto de señalar, como hace un siglo o más, que lo que
corresponde es solo aplicar la ley, indica que el destino del concepto de
“sociedad docente” está solo en la constatación de la simple consigna, y que es
incapaz de proponer una idea cierta de nuevo tipo. Parece que, inevitablemente,
llegó tarde al concurso de la discusión de las grandes ideas nacionales, porque
la realidad de los intereses comprometidos es tan desnuda que no se da tiempo para
lenguajear el futuro. Y para lenguajear, para construir ideas y conceptos, se
requiere una perspectiva de futuro.
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