Gonzalo Herrera
Debatir sobre
una nueva Constitución abre la oportunidad de acercar distintas formas de
pensamiento —representando la diversidad de nuestra sociedad— en torno a
valores y principios ético-democráticos, que dejen atrás la vieja obsesión de
mantener enclaves de poder en la carta fundamental. Lo primero que se podría
esperar de una nueva Constitución sería que permitiera un sistema político más
democrático y representativo, con mayor transparencia y participación
ciudadana.
Una inmensa
mayoría concordará también que una nueva normativa constitucional debe definir,
proteger y garantizar derechos fundamentales, tanto individuales como
colectivos. Nos referimos a los derechos civiles y políticos clásicos,
inherentes a la tradición institucional republicana interrumpida en 1973 y
persistentemente violados durante el periodo autoritario, así como a la demanda
de nuevos derechos que surgen en la sociedad moderna, de carácter económicos,
sociales y culturales, derechos que emanan de la conciencia de dignidad y
solidaridad humana para contrarrestar la desigualdad social y la deficiente
distribución de la riqueza.
De esa
manera, un debate sobre una nueva Constitución debe dirimir en primer lugar una
disyuntiva ética fundamental: si
queremos una sociedad estructurada en la búsqueda del bienestar individual o
una sociedad solidaria. Nuestra visión laicista de sociedad es clara: abierta, democrática, fraternal, respetuosa de
los derechos humanos, con una real separación entre lo político y lo religioso,
con libertad de conciencia y plena vigencia del principio de igualdad moral
entre las personas, lo que significa que la idea de bien de un individuo no puede ser considerada superior al concepto
de bien de cualquier otro.
Los valores laicos se expresan también
en la plena vigencia de la ciudadanía y la soberanía popular, vale decir en la legitimidad del Estado que proviene de la
voluntad ciudadana y del respeto a los valores democráticos, y no de una
concepción política influida por preceptos religiosos que limitan severamente
la autonomía del poder público. Sólo así se podrán garantizar la igualdad y la
universalidad de los derechos.
Una sociedad
con estas características sólo puede ser regulada por un Estado laico, que
separe nítidamente la
esfera pública de toda religión, garantizando a todos los ciudadanos la
libertad de conciencia y la autonomía de la voluntad humana. Sólo la libertad
de conciencia, que permite la libertad de creer o no creer en una divinidad, en
una concepción filosófica o en una ideología política, posibilita a los seres
humanos desarrollar un tipo de sociedad con un espacio público abierto a los
intereses comunes, borrando las fronteras que dividen los diferentes
particularismos.
Así, toda democracia moderna se
fundamenta en una Constitución liberada de la influencia o hegemonía de
cualquier religión — y de las respectivas iglesias —, de modo que el Estado pueda
representar efectivamente el interés común del laos y no intereses o visiones particulares de algún, o sólo
algunos, de sus sectores.
En cualquier caso, la restricción a la
acción de las distintas confesiones debe entenderse sólo en la esfera pública,
en el ámbito del Estado, no en el
espacio público, que pertenece a todos — en el que no cabe ningún intento de apropiación
particular —, donde gozan de la mayor libertad para practicar sus cultos y
difundir su enseñanza. El Estado, sin embargo, debe mantenerse neutral frente a
todas las ideologías confesionales, garantizando la tolerancia religiosa tanto
como el respeto a quienes se declaran no creyentes, protegiendo de esa manera
la igualdad y la pluralidad en la sociedad.
No obstante, el principio de laicidad no
se agota en la relación entre el Estado y las iglesias. La doctrina neoliberal
ha intentado implantar una nueva religión en el mundo globalizado. Aceptado con
características de dogma por las derechas políticas más conservadoras, pretende
constituirse en “doctrina única” en la mayor parte de occidente, imponiendo su
discurso dominante como un nuevo decálogo, basado en las leyes del mercado,
mediante el cual se pone bajo sospecha toda forma de conciencia colectiva y de
identidad social, abriendo paso al individualismo y a una enajenante
identificación con el modelo.
Los Estados que han alcanzado una mayor
afinidad con la visión neoliberal y que se rindieron a las exigencias del
capital globalizado, han resignado su capacidad para discutir democráticamente
sus propias estrategias de desarrollo y caen inermes ante la presión de los
inversionistas, perdiendo así el control de la economía, principalmente en lo
que se refiere a crecimiento y empleo, sin ahondar en la contingencia de
corrupción. Todo esto constituye una inaceptable obstrucción al ejercicio de la
soberanía popular en el plano económico.
Como hemos podido comprobar en nuestro
país, una pequeña oligarquía concentra tales cuotas de poder que puede llegar a
alterar el ritmo de la economía, extorsionando al propio gobierno y al mundo
político en general, haciendo muchas veces estériles los esfuerzos — nos referimos a quienes leal y
consecuentemente han tratado de lograrlo — por llevar a cabo reformas y
transformaciones en pos de un ideal igualitario.
Los principios y valores de la laicidad
son totalmente incompatibles con este modelo de sociedad.
Si nos atenemos al concepto de soberanía
radicada en el pueblo, siendo éste el que delega sus facultades en el Estado, a
la libertad de conciencia, a la igualdad — con un contenido proactivo que es
mucho más que luchar contra la desigualdad —, y a la tolerancia — no en su
acepción de “soportar”, sino de aceptar
y apreciar la diversidad —, podremos aspirar a que la laicidad que promueve el
laicismo pueda constituirse en un importante factor de progreso, para avanzar
hacia un tipo de sociedad integrada, que haga posible la coexistencia plural y
pacífica compartiendo los valores ciudadanos. Ciudadanos libres e iguales en
derechos y deberes, alejarán el riesgo de la violencia o el conflicto propios
de sociedades atravesadas por
diferencias antagónicas, ya sean étnicas o de clases sociales, o donde los
derechos de las minorías son persistentemente conculcados.
Laicidad y secularización
El Estado
laico que no fue, a pesar de que la Constitución de 1925 proclamara la
separación de la Iglesia Católica del Estado, aunque sin mencionar la palabra laicidad y sin que se lograra avanzar en
términos institucionales concretos para secularizar la sociedad, debería ser
expresamente definido ahora, en una nueva carta fundamental. El resultado de
aquella indeterminación ha permitido que la Iglesia haya mantenido su hegemonía
moral sobre la sociedad — generando la percepción de gozar de un estatus
diferenciado, entre otros aspectos con la llamativa presencia de cardenales y
obispos en actos oficiales —, interviniendo abiertamente en
el ejercicio del poder y en el desenvolvimiento de las funciones públicas,
procurando imponer sus puntos de vista inspirados en su dogma particular a toda
la sociedad, sin consideración alguna por el derecho a la libertad de
conciencia de las personas.
De esa
manera, en su afán de prevalecer sobre el Estado, continúa entrometiéndose
también en la discusión institucional y democrática de las leyes, mostrándose
dispuesta a enfrentar a cualquier gobierno que se proponga destrabar criterios
morales anacrónicos y autoritarios, apelando a la “verdad moral” con el solo
argumento de exigencias sobrenaturales.
Lamentable, desde la óptica de un Estado que ha
proclamado constitucionalmente la separación con la Iglesia, fue que en la reciente
visita que realizara la presidenta Bachelet al Papa, se haya comprometido con
el pontífice a que la Iglesia como tal tendría participación en el anunciado debate
constitucional. Un comunicado del propio Vaticano hizo público también que en
la visita se analizaron temas de interés común, como “la salvaguardia de la
vida humana, la educación y la paz social”.
El comunicado de prensa agregaba además
que “en ese contexto, se ha reafirmado el papel de las instituciones católicas
en la sociedad chilena y su contribución positiva…”. No cabe duda que este
acontecimiento constituye una señal de alarma, en cuanto trasluce una feble
convicción laica de parte de la primera mandataria, dispuesta al parecer a
hacer concesiones en este punto estratégico ante un eventual debate constitucional, en que una de las posiciones más
trascendentales será precisamente la defensa de un ordenamiento jurídico de
carácter aconfesional para nuestro país.
Desde nuestra perspectiva, la Iglesia, en cuanto
institución, no tiene derecho a participar en el debate constitucional, salvo
que lo haga representada por personas en calidad de ciudadanos, expresándose
con un lenguaje civil, en base a la razón y no sobre argumentos sustentados en
convicciones meramente religiosas. Tampoco cabrían en un debate constituyente
grupos u organizaciones que sustentaran postulados fundamentalistas o
integristas, opuestos al principio esencial de libertad de conciencia.
El proceso de secularización que se ha venido desarrollando
en los últimos años, no sólo en Chile sino en buena parte de Occidente, queda
de manifiesto no sólo en la reducida asistencia de fieles a los templos — católicos
fundamentalmente — y en el desplome de la confianza de los chilenos en la
Iglesia Católica, sino también en la baja incorporación de jóvenes a los
seminarios de formación sacerdotal, en el creciente número de religiosos que
dejan sus hábitos, en el progresivo abandono de la educación católica en los
sectores más pobres, concentrándose en colegios de alto costo para hijos de
familias adineradas, en el rechazo que manifiestan comunidades y distintos
sectores de la sociedad civil a la pertinaz presencia de las iglesias en la cosa
pública, obstruyendo la tramitación de leyes de alta significación para una
sociedad que anhela ser más tolerante.
Por lo tanto, una nueva Constitución debería recoger esta
mirada actual sobre la posición que hoy
ocupan las iglesias, cada una como una institución más, respetable como todas
las que portan enseñanzas morales, pero ninguna como titular de un
reconocimiento privilegiado.
Esta visión laica en la nueva Constitución debería
ser además suficientemente explícita, para evitar el abuso semántico en que se
incurrió durante la tramitación de la reciente reforma educacional,
interpretando el término laico como
un concepto de cooperación con todas las confesiones por igual, y no en su real
significado de prescindencia de lo religioso en los asuntos del Estado. Aun en la actualidad, si en vez
de la asignatura de religión la educación pública entregara una visión
comparada de las religiones, y enseñara que la moral religiosa no es superior a
la moral laica, se estaría dando un importante paso en aspectos de pluralidad,
tolerancia y antidogmatismo.
En la Constitución de 1980, con sus posteriores
modificaciones, se garantiza la libertad de conciencia, el derecho a manifestar
toda creencia y el libre culto, omitiendo sin embargo garantías explícitas para
quienes intentan construir una concepción de bien al margen de una perspectiva teológica, es decir, no considera
el derecho a “creer o no creer” en una divinidad, a no profesar religión o a no
pertenecer a alguna iglesia, salvo la tácita garantía que otorga la libertad de
conciencia. Una Constitución que considere los valores laicos debe reconocer
expresamente la libertad referida a ateos, agnósticos, escépticos o
indiferentes, para llegar a establecer un verdadero pluralismo.
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