Carlos Leiva Villagrán
Hace
algunos días el sitio web francés Slate.fr solicitó a 100 investigadores
redactar en forma sucinta algunas “proposiciones para Francia” antes de
la elección presidencial. Una de las personalidades consultadas, Catherine
Kintzler, destacada filósofa del laicismo, propuso incorporar en la
Constitución francesa tres principios inspirados en la Ley de Separación de las
Iglesias y el Estado del 9 de diciembre de 1905, los que permitirían, según
ella afirma, precisar el carácter laico e indivisible de la República.
Su propuesta está dirigida al siguiente
párrafo del artículo 1° de la Constitución de 1958: “Francia es una República
indivisible, laica, democrática y social. Asegura la igualdad de todos los
ciudadanos ante la ley sin distinción de origen, raza o religión. Respeta todas
las creencias. Su organización es descentralizada”.
Kintzler propone reemplazar la expresión
“Respeta todas las creencias” por: “Asegura la libertad de conciencia.
Garantiza el libre ejercicio de los cultos. No reconoce, remunera ni
subvenciona ningún culto.”
El cambio propuesto tiene un trasfondo
doctrinario significativo para el laicismo.
La República laica debe abstenerse
absolutamente respecto de las creencias o increencias de los ciudadanos.
La expresión “Respeta todas las creencias”, en primer lugar, señala Kintzler,
está sujeta a dificultades de comprensión, habida cuenta de la variedad
infinita de creencias religiosas y no religiosas que alimenta el ser humano,
muchísimas de las cuales son irrisorias, de falsedad demostrada, o aún
peligrosas y bien pueden no merecer respeto alguno.
Pero también, consignar constitucionalmente
el respeto de las creencias puede interpretarse como la exclusión del respeto
a increencias, tales como el agnosticismo o el ateísmo. Con todo, más
allá de esto, hay un principio laico que debe primar: el poder público no tiene
nada que decir acerca de la creencia o la increencia, puesto que las relaciones
políticas de los ciudadanos no están fundadas más que en sí mismas, y de
ninguna manera en la obligación de creer o no creer. En materia de
creencias, entonces, es el silencio por principio el que debe inscribirse como
fundamento de la organización política.
A continuación, Kintzler indica
que la unión del silencio por principio respecto de las creencias, por una
parte, con el respeto debido a las personas, por otra, se llama libertad de conciencia,
concepto cuyo dominio tiene un campo bastante más amplio que el de las
creencias, y que no se hace cargo del eventual absurdo que deriva de un respeto
por el contenido de las mismas. Asegurar la libertad de conciencia, como señala
el texto propuesto, es hacer que nadie sea obligado a adherir o a renegar. La
libertad de conciencia comprende la libertad de ejercicio de los cultos
religiosos, libertad religiosa que, siendo una consecuencia de ella, no
la agota.
Por otra parte, garantizar el libre ejercicio
de los cultos, también propuesto por Kintzler, no es reconocerlos, lo que sería
quebrar el principio de silencio antes referido y otorgar a los cultos un
status oficial. Esta garantía consiste en expresar la disposición de la
República a intervenir, si fuera necesario, en contra de quien quisiera impedir
ilegalmente su libre ejercicio.
Por último, garantizar la libertad de cultos
no es financiarlos de manera alguna, ya que todo financiamiento público sería
una forma de reconocimiento, un quiebre de la igualdad y una ruptura del
silencio que debe guardar la ley sobre lo que no le incumbe.
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