Traducción de un artículo publicado en la
revista Religion Dispatches de la University of Southern
California 11 de agosto de 2011, realizada por C.Leiva
Habiendo
seguido los debates sobre religión y libertad de expresión en las Naciones Unidas durante
los últimos años, me he acostumbrado a las malas noticias, tales como una
década de resoluciones del Consejo de Derechos Humanos y de la Asamblea General
“combatiendo la difamación de las religiones.” Ahora que hay algunas buenas
noticias, casi nadie se ha dado cuenta.
A fines del
mes pasado, la ONU lanzó una nueva declaración sobre la extensión de la
libertad de expresión bajo la ley internacional. Afirma que las leyes que
restringen la blasfemia son incompatibles con los estándares de los derechos
humanos universales.
La declaración
procedió del Comité de Derechos Humanos, el cuerpo de dieciocho “expertos
independientes” encargados de controlar el cumplimiento del Pacto Internacional
sobre Derechos Civiles y Políticos (ICCPR), el tratado de derechos humanos de
1966 que vela por la libertad de opinión y expresión, así como por otros
derechos fundamentales. Los comentarios generales del Comité representan
interpretaciones autorizadas sobre las disposiciones del ICCPR. A diferencia de las muy
publicitadas resoluciones aprobadas por el Consejo de Derechos Humanos y por la
Asamblea General, las disposiciones del ICCPR son legalmente vinculantes para
sus más de 165 participantes.
El Comentario General Número 34, detallada
declaración de 52 párrafos, es el resultado de dos años de intenso debate entre
representantes del gobierno y organizaciones de las sociedad civil. El
comentario previo del Comité sobre la libertad de opinión y expresión, en 1983,
tenía sólo cuatro párrafos. Además de tratar materias como la traición, la difamación
de los jefes de estado y “leyes de la memoria” que refuerzan una versión oficial
de la historia, o el derecho de los bloggers, el Comentario 34 se concentra
enérgicamente en las limitaciones religiosas contra la expresión. Lo hace no
sólo afirmando que el derecho a la libre expresión es fundacional para una
sociedad democrática y libre, sino también para la protección de otros
derechos. También apela explícitamente a los valores de la libertad de
conciencia y la igualdad ante la ley.
De acuerdo con el párrafo 48, “Las prohibiciones de
expresiones de falta de respeto hacia una religión u otros sistemas de
creencias, incluyendo las leyes de blasfemia, son incompatibles con el Pacto,
excepto en circunstancias específicas tratadas en el artículo 20, párrafo 2,
del Pacto.” El artículo 20, párrafo 2, llama a los estados a prohibir “la
defensa del odio nacional, racial o religioso que constituye una incitación a
la discriminación, la hostilidad o la violencia.” El Comentario es cuidadoso
requiriendo que cualquier restricción no debe violar las garantías del Pacto
sobre igualdad ante la ley (Artículo 26) y la libertad de pensamiento, conciencia
y religión (Artículo 18).
Por tanto, no se permitiría que ninguna de estas
leyes discriminara a favor o en contra de ciertas religiones o sistemas de
creencias, o a sus partidarios por encima de otros, o a los creyentes
religiosos sobre los no creyentes. Tampoco se permitiría que tales
prohibiciones fueran empleadas para prevenir o castigar la crítica de los
líderes religiosos o el comentario sobre la doctrina religiosa y los dogmas de
fe.
Las leyes contra la blasfemia o “insultos
religiosos” (que se encuentran en todo el mundo, incluyendo la mitad de los
estados miembros del Consejo de Europa) son inherentemente discriminatorias
contra los secularistas y los disidentes religiosos. Son discriminatorios en el
sentido de que los secularistas no poseen recursos legales cuando son las palabras
de los creyentes las que ofenden sus sensibilidades morales. Tampoco los gays
pueden llevar a juicio a los editores del Levítico por la afrenta espiritual
que seguramente les supone. Los escépticos y creyentes heterodoxos, por otra
parte, sí tienen conforme al Artículo 18 derecho a vivir y a expresarse de
acuerdo con su conciencia incluso cuando ofende la ortodoxia.
El párrafo 32 del nuevo comentario también previene
llama a los estados que utilizan una noción estrecha de la llamada moral
pública para restringir la expresión, a eliminar las leyes que proscriben a una
tradición religiosa en particular: “el concepto de la moral deriva de muchas
tradiciones sociales, filosóficas y religiosas, y en consecuencia las limitaciones…
que tienen el propósito de proteger la moralidad han de basarse en
principios que no deriven exclusivamente de una sola tradición”.
Las implicaciones de estas recomendaciones
consisten en que las controversias sobre la blasfemia no son simplemente un
conflicto entre “libertad de expresión” y fe, sino choques entre afirmaciones
contrarias sobre la conciencia. Esta posición es defendida por la International
Humanist and Ethical Union y está elaborada en mi próximo libro, The future of
Blasphemy: Speaking of the Sacred in an Age of Human Rights.
El mensaje del Comentario General Número 34 no es
sólo una condena clara de las leyes de blasfemia de países como Pakistán, que a
pesar de haber ratificado el ICCPR en 2008, continúa imponiendo la pena capital
por blasfemia y “profanación” del nombre del Profeta Mahoma. El comentario
repudia igualmente las decisiones de la Corte Europea de Derechos Humanos en
Estrasburgo, que ha confirmado leyes austriacas, británicas y turcas en contra
de la blasfemia y los insultos religiosos, invocando un derecho sui generis a
“respetar los sentimientos de los creyentes”.
El mayor desacuerdo que hay en el comentario,
desde mi punto de vista, es su debilidad para denunciar las leyes penalizadoras
del “discurso de odio”, que en muchos países funcionan de hecho como restricciones
sobre la blasfemia y el sacrilegio. Teóricamente, podemos distinguir entre dar
una paliza a una creencia o dar una paliza a sus partidarios. Sin embargo, en
ausencia de una norma internacional precisa, la “advocación del odio religioso”
podría significar cualquier cosa, desde provocar violencia inminente contra
individuos (criminalizados incluso bajo la Primera Enmienda) hasta el estándar no
verificable de estar motivado por la hostilidad religiosa, como ocurre bajo la
Ley británica sobre Crimen y Desorden de 1998. Las condenas de escritores y
activistas como Paul Giniewski en Francia, Lars Hedegaard en Dinamarca, y
Elisabeth Sabadistch-Wolff en Austria, prueban que las leyes sobre discurso de
odio pueden ser empleadas de forma abusiva incluso en las democracias
liberales.
Los activistas de la sociedad civil tienen ahora finalmente
de su parte la autoridad legal de las Naciones Unidas en su intento de
presionar a los gobiernos para que cumplan las obligaciones de los tratados y pongan
término a la criminalización de la blasfemia.
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