Carlos Leiva
La
Presidenta de la República ha anunciado el próximo comienzo de un proceso
constituyente para dar lugar a una nueva Constitución Política de la República
de Chile, el que debería ser la oportunidad para que la ciudadanía exprese
directamente a través de sus representantes ciudadanos sus concepciones
fundamentales acerca del deber ser de la organización política del Estado,
orientada al Bien Común.
Consideramos
de capital importancia que la definición laica del Estado de Chile quede
meridianamente asentada en el texto y en el espíritu de la nueva Constitución,
de modo tal que no se preste a interpretaciones que desvirtúen su
carácter esencial. La laicidad del Estado significa en lo fundamental, por una
parte, la total prescindencia de la institucionalidad estatal, y de sus
dignatarios y funcionarios, respecto de la participación de comunidades
religiosas o de otro tipo en la administración del Estado y en la
enseñanza pública, así como absoluta neutralidad de los mismos, en cuanto
autoridades o funcionarios públicos,
respecto de las creencias o postulados de estas organizaciones.
La
contrapartida de lo anterior es, por cierto, la garantía del Estado de
que estas comunidades, incluidas las religiosas, podrán existir y desarrollarse
sin restricciones, en tanto respeten las reglas del derecho común, en el ámbito
de la sociedad civil.
La
laicidad del Estado de Chile ha sido frustrada más de una vez. El primer paso
constitucional hacia ella se dio en la Constitución de 1925, que terminó con el
carácter oficial de la religión católica, apostólica y romana. Sin embargo,
dicha Constitución, que se aprobó en el contexto del acuerdo de separación de
la Iglesia y el Estado alcanzado por el Presidente Arturo Alessandri con el
Vaticano, no señaló expresamente en su texto el carácter laico del Estado.
Lejos de
esto, si se examina la Constitución de 1925, se puede apreciar una notoria
preocupación del constituyente por garantizar los derechos de que gozaba la
Iglesia Católica respecto de sus bienes, incluyendo expresamente que los
templos y sus dependencias destinados al servicio del culto estarían exentos de
contribuciones. En la práctica, bajo el imperio de la Constitución de 1925 se
mantuvieron numerosos beneficios y privilegios para la Iglesia
Católica.
La
Constitución de 1980, generada por la dictadura, liderada en su elaboración por
Jaime Guzmán Errázuriz, ideólogo del confesionalismo nacional, incluyó en su
articulado una concepción comunitarista que requiere ser denunciada como
anti-laica: el denominado principio de subsidiariedad, bajo cuya inspiración
las organizaciones privadas tienen una prioridad garantizada constitucionalmente para hacerse
cargo de manera indiscriminada
de la mayor parte de las funciones de interés público, en desmedro de la acción
social del Estado, representante de la ciudadanía.
Bajo su
vigencia, y al alero de esta cuña neoliberal, se expandió notablemente el
poder fáctico de la jerarquía
eclesiástica aliada al poder económico, especialmente en la generación de
colegios y universidades privadas que, entre otras actividades, han hecho
uso de su derecho privilegiado a fundar empresas educativas, condenando al
Estado a ejercer una función subsidiaria en este dominio. Con esto se
reforzó la hegemonía ideológica clerical en la formación de nuestra
juventud para la cual complementariamente, por si les faltaba algo, se
restablecieron las clases de religión en la enseñanza pública.
Bajo la
Constitución de 1980, asimismo, y en régimen democrático de gobierno, se dictó
la Ley de Cultos de 1999, la que, lejos de ser laica, resultó profundamente
religiosa en tanto otorgó un reconocimiento estatal al ejercicio de la
actividad religiosa en el dominio público. La Ley de Cultos generalizó para la
totalidad de las confesiones religiosas buena parte de los beneficios que el
Estado reconocía hasta entonces sólo para la Iglesia Católica.
De este
modo, a partir de la Ley de Cultos, el Estado Chileno puede acoger y subsidiar a todas las instituciones
religiosas, estableciendo una protección de la que no gozan los ciudadanos
librepensadores, agnósticos o ateos. El laicismo no pretende que el Estado
amplíe el paraguas para los librepensadores, sino que, por el contrario, se abstenga en materia
religiosa, tanto en relación con los creyentes como con los no creyentes.
La igualdad religiosa en el Estado no es laicismo.
Pese a lo
expuesto, continúan escuchándose voces que proclaman que el Estado de Chile es
laico, cuando no lo es, señalando que la Iglesia se separó del Estado en 1925,
cuando se trató de un acuerdo espurio que no alejó a la Iglesia del Estado.
En
realidad, el Estado chileno ha continuado concurriendo con recursos al
financiamiento de las Iglesias, a la construcción de templos religiosos, a
las capellanías en las Fuerzas Armadas, a las capillas católicas en
instituciones del Estado y a la enseñanza religiosa en colegios públicos;
no se ha terminado con la participación de autoridades públicas en ceremonias
religiosas, con la consideración de las jerarquías religiosas como si fueran
autoridades ciudadanas, con las ceremonias religiosas en organismos del Estado,
con la participación oficial en las investiduras cardenalicias y proclamaciones
de santidad, ni con la instauración de feriados en conformidad a las
festividades religiosas. Por último, se ha persistido en la asignación de
terrenos fiscales para construir lugares de culto y en la consagrada exención
de impuestos a los templos religiosos.
Ciertamente,
el laicismo tiene detractores, y resulta natural que los sectores
clericales lo combatan por convicción y doctrina. Sin embargo, hay otros
que aun declarándose laicos optan por ignorar o desvirtuar las propuestas
laicistas, motivados muchas veces por propósitos de conveniencia política o
electoral. En tanto quienes procuren ignorar o desvirtuar el
posicionamiento laico provengan de la autoridad con potestad en la iniciativa
constitucional, como es el caso del Gobierno, nos enfrentaremos a la
paradojal situación de que será necesario posicionar la importancia de la
laicidad en la Constitución entre aquellos que se llaman
"laicos" pero que no están dispuestos a asumir el eventual
costo político de institucionalizar las banderas de la laicidad.
Un
negativo signo hemos tenido en las últimas semanas a este respecto. La
Presidenta de la República ha visitado al Papa en Roma, manifestando una
indecorosa postura desde la perspectiva laica, la que es tal ya desde el
momento que se reúne como autoridad política con el Jefe de la Iglesia, que
dispone del Vaticano como Estado de fachada para relacionarse al mismo nivel
con las primeras magistraturas del mundo. Pero más aún, en dicho encuentro se
observó a la Presidenta de la República de Chile haciendo una especie de
rendición de cuentas a la autoridad vaticana con respecto a los proyectos de
ley cuestionados por la jerarquía eclesiástica chilena y que son de absoluta
incumbencia del Estado chileno y de sus ciudadanos. Por último, la Presidenta Bachelet
aseguró a las autoridades vaticanas que... por supuesto... las organizaciones
religiosas estarían invitadas a participar en el proceso constituyente.
No podría
haber mayor incomprensión, ya no sólo del laicismo sino del carácter
republicano del Estado y del rol que pueden jugar en él las comunidades,
que lo que ha manifestado la Presidenta de la República en el Vaticano. Son los
ciudadanos, no las comunidades las que definen el interés común. Los ciudadanos
participan directamente o a través de las organizaciones en que ellos son
considerados en esa calidad, únicamente en la perspectiva del interés común y no representando a un Bien
particular.
Las
comunidades, tales como las organizaciones religiosas, empresariales u otras,
por naturaleza, no son entidades que
consideren a sus integrantes como ciudadanos con intereses generales sino que
son grupos que unen a las personas en torno a intereses,
creencias o afinidades que les son comunes (por ello son comunidades), las
que de ningún modo pueden ser consideradas como tales en las definiciones
republicanas del interés común.
Este
último no es la suma de los Bienes particulares sino que es la identificación
del Bien General superior para los ciudadanos, alejado de toda generación a
partir de la particularidad o privacidad grupal o comunitaria.
El
planteamiento de la Presidenta de la República en el Vaticano no deja de ser
preocupante, en tanto desde la inicial elaboración de un texto constitucional
se está considerando la participación de entidades que, por naturaleza,
representan intereses particulares, propios y privados. Por cierto, el
proceso constituyente requiere participación ciudadana, pero ella no debe
confundirse con participación de comunidades o de grupos de interés.
Por
tanto, alertamos que ya desde la organización que se dé el Estado para
desarrollar el proceso constituyente se estará jugando la opción de una
Constitución efectivamente laica, y abogaremos por que no sea frustrado una vez
más el ideal del Estado laico en nuestro país.
(Editorial de Revista Digital "Iniciativa Laicista" de julio de 2015)
(Editorial de Revista Digital "Iniciativa Laicista" de julio de 2015)
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