Sebastián Jans
Algunas encuestas
realizadas durante el año 2014, demostraron un creciente proceso de laicización
de la sociedad chilena. Un proceso que escapa a las previsiones de quienes han
dominado las decisiones y han hegemonizado las instituciones políticas y
económicas desde la transición democrática.
Aun cuando las
encuestas en Chile no son instrumentos que gocen de gran confiabilidad, sobre
todo cuando tienen alcances contingentes, en el caso de ciertos estudios sobre
temas societarios arrojan una tendencia que nos permite tener una comprensión
sobre ciertos procesos. Es lo que ocurre con encuestas que han incursionado en
el estudio de la religiosidad, en los llamados “temas valóricos”, o sobre
estudios que analizan la percepción religiosa en la sociedad chilena.
Allí se ha constatado
cómo los chilenos se están alejando de la orientación o el compromiso
religioso, así como se advierten niveles bastante críticos sobre las
organizaciones religiosas y su conducta, y de sus representantes en la realidad
social.
No se trata el
fenómeno observado de una posición ideológica, sino que lo que señalan esos
estudios de opinión, es que hay una comprensión creciente que opta por una
posición conductual y ética distinta. Lo que está ocurriendo simplemente es
que, luego de vivir la asfixia moralista o “valórica” que los sectores conservadores
han impuesto en la agenda-país, desde el fin de la dictadura, la sociedad
chilena se está laicizando y afirmando su autonomía personal.
Claramente, lejos de
lo que muchos propenden a considerar, la laicidad de una sociedad no deviene de
una comprensión ideológica, ya que no propone cuestiones que son propias de la
caracterización del modelo económico, político o social. Lo que hace el
laicismo es complementar los modelos de sociedad, más allá de su orientación
ideológica, para permitir que el ejercicio de lo político se valide en la
condición plural de lo que existe y de lo que vendrá. Lo laico, aun cuando se
agregue el sufijo “ismo” – laicismo – no tiene que ver con cuestiones de tipo
ideológicas, sino con prácticas concretas que modelan el ejercicio de lo
político.
Laicidad implica
esencialmente el imperio del “laos” (pueblo) en el desenvolvimiento político de
las sociedades y los sistemas que las organizan políticamente. Es el imperio
del pueblo, el ejercicio de la ciudadanía, la manifestación de lo público en el
interés de lo público, sin determinismos que reduzcan o subordinen el hacer
político, que condicionen lo republicano
a ciertas premisas ulterioristas, escatológicas,
religiosas.
Laicidad implica, ni
más ni menos, la condición ideal en que
el pueblo – el laos – actúa por sí y ante sí, en el respeto
intrínseco de su diversidad, en todo aquello que demanda la acción secular,
aquello que tiene que ver con la vida de las personas en el tiempo que les toca
vivir: un momento histórico atado a la vida de cada cual y a la de todos, en el
alcance del conocimiento, en el beneficio de la virtuosidad tecnológica, en la
vinculación humanista con el desarrollo científico.
Laicidad implica la
institucionalización de los derechos de conciencia y el ejercicio del libre
pensamiento en la realización de lo político, donde incluso adquieren singular
importancia las distintas propuestas de religiosidad, además de otras
comprensiones y lecturas sobre el propósito del hombre y las posibilidades de
trascendencia, obturando toda propensión al interés hegemónico de cualquiera de
ellas.
Son los intereses
hegemónicos de conciencia los que generalmente han acusado al laicismo de
conductas predominantes, cuando lo que provoca el laicismo como sana conducta
política es precisamente la garantización de las libertades de todas las
propuestas de conciencia y el
impedimento de cualquier condición o conducta de hegemonía, algo que ha estado
muy presente en la sociedad chilena, desde el tiempo de la dictadura.
Chile, desde 1925,
fue un ejemplo de Estado laico en varios aspectos significativos, logros que la
Constitución impuesta de 1980 destruyó, y que aún no son debidamente
recuperados, debido a los resabios del poder confesional entronizados en una
parte importante de la clase política ligada a sectores específicos.
Vista la evolución
política chilena, y las encuestas que dan cuenta de la realidad política de la
ciudadanía que progresivamente equidista de las influencias
político-confesionales que han dominado la institucionalidad de nuestra
incompleta democracia, es un hecho que nuestra clase política no ha asimilado
el proceso de laicización que vive la sociedad chilena. Sin duda hay una agenda
laica en nuestra sociedad, que impera en una condición estrictamente ciudadana,
que no logra institucionalizarse por ahora, en tanto los partidos políticos y
las estructuras políticas no dan cuenta de su envergadura.
Como ha ocurrido en
muchos procesos dentro de la sociedad chilena, los temas de conciencia siguen
siendo dominados por las minorías (políticas, económicas, confesionales).
Sin embargo, ejercen
coerción sobre los procesos institucionales, condicionan la voluntad de las
mayorías, frustrando o distorsionando, a través de la presión o la negociación,
aspectos que la práctica social o el interés de las personas colocan en el
plano íntimo de las libertades de conciencia.
Gran parte de la
votación que obtuvo la Presidenta de la República, Michelle Bachelet,
representó esa voluntad de mayorías que aspiran a redibujar la relación de las
opciones de conciencia y las estructuras institucionales. Sin embargo, los
nudos del poder conservador parecen ser un obstáculo muy poderoso dentro del
Estado.
Es un hecho que el
sentido común y los derechos de conciencia de las personas, tienen una agenda
concreta, y optan mayoritariamente en el país por disponer de una ley que no
penalice el aborto, que reconozca los derechos reproductivos, que legisle la
eutanasia, que haya una educación de calidad para todos los chilenos (en tanto
ella permita potenciar las capacidades de ejercicio de la libertad de
conciencia), porque haya una protección eficaz sobre los derechos de los niños,
porque haya igualdad de trato para la mujer, porque haya una clase política
menos ligada al paternalismo y a la propensión conservadora de administrar las
libertades individuales a partir de la hegemonía económica y política, en fin,
porque haya un Estado que sea neutral frente a los grupos de interés
confesionales o agrupamientos “valóricos”.
De este modo, un gran desafío es traer a la contingencia ese impulso de mayorías, de los que creen y quieren el imperio de las libertades de conciencia, de los que buscan impulsar la modernización del país hacia una sociedad mucho más democrática, y donde los derechos de las personas estén efectivamente determinados por la ley y no por grupos de interés moral o religioso.
De este modo, un gran desafío es traer a la contingencia ese impulso de mayorías, de los que creen y quieren el imperio de las libertades de conciencia, de los que buscan impulsar la modernización del país hacia una sociedad mucho más democrática, y donde los derechos de las personas estén efectivamente determinados por la ley y no por grupos de interés moral o religioso.
La democracia
chilena no tendrá su pleno ejercicio, mientras no se resuelvan las herencias
decimonónicas del paternalismo, del autoritarismo cultural, del confesionalismo
de ciertos grupos de poder, del patronato y de cierto feudalismo encubierto de
las clases propietarias que construye la esencia de su discurso conservador. La
forma de resolverlo, objetivamente, es interpretando el pensamiento de las
mayorías, y quitando la legitimidad de la práctica política a determinados
círculos de poder esencialmente minoritarios.
(Editorial de Revista "Iniciativa Laicista" de mayo 2015)
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