Andrés Cruz C.
Opinión publicada en Revista Iniciativa Laicista de noviembre de 2014
Para Hobbes, vivir en sociedad
constituye una necesidad que permite impedir que nos enfrentemos todos contra
todos. Así, forjar un espacio de defensa común y de aprovechamiento de todas
nuestras capacidades se torna nuestro objetivo. Crear un espacio de convivencia
que sustituya el “todos contra todos” por uno de interacción gestado a partir
del diálogo para ir forjando un “todos en todo”.
De este modo, nuestras conductas y
acciones se conciben y deben interpretarse conforme a este entorno que hemos
creado. “Cualquier operar o cambio del
operar de un organismo con respecto a un entorno, en cualquier dominio en que
el observador distinga ese operar o cambio de operar, es una conducta o acción
en ese dominio”, nos dice Humberto Maturana.
Naturalmente nos desenvolvemos en un
contexto unitario que se reproduce y desde donde se pueden dirigir los cambios
que sean necesarios para su perfeccionamiento. Es por ello, que todo re-direccionamiento
se hace desde esta identidad, ya que de sustentarse otro sentido de cambio
estaríamos amparando la desintegración del medio social, lo que implica su
destrucción que necesariamente ha de ser violenta, por cuanto toda unidad
tiende a autoconservarse y reproducirse.
No es extraño que tendamos a referirnos
hoy al violentista como el anarquista que embozado coloca bombas en espacios
públicos asimilándolo al arquetipo de lo siniestro. Un espectro anónimo y
terrorífico a partir del que pueden construirse las más variadas, precipitadas
e inverosímiles reacciones. Es el delincuente más peligroso ya que su sigilo al
actuar lo hace imposible de identificar, más aun cuando lo hace de forma
inesperada e impactante, generando en quienes no son víctimas directas una
sensación de ser sobrevivientes (suelen decir: “momentos antes yo pasaba por el
lugar” o “un familiar frecuenta dicho lugar”).
En este contexto, cuando la acción se
ejecuta en el centro o periferia inmediata donde se desenvuelven quienes toman
decisiones o tienen el monopolio del discurso y del poder, y sus familiares y
amigos, se tiende a profundizar estas reacciones, contra otros contextos
análogos o incluso más brutales que puedan darse en otros lugares. Así, si el
mismo suceso hubiese acaecido en una zona rural o bien en una ciudad lejana al
espacio señalado, por motivos ideológicos se hace fácil disimularlos bajo el
paraguas de la dudosa legitimidad de un “conflicto social”, “deuda histórica”,
“reivindicación territorial” o simple “delincuencia común aislada”, que no
amerita un tratamiento ni preocupación diferente de la atención que ya se le ha
destinado.
El terrorista cuenta con esta ira que se
traduce en medidas políticas que usan herramientas legislativas que dividen y
permiten soslayar, relativizar o distraer de la violencia realizada en otros
lugares, pero que son irrelevantes para la elite por su lejanía y las
implicaciones que podría tener el abordarlas directamente.
En su espléndida obra “Eichmann en Jerusalem”, Hannah Arendt
nos desmitifica la figura del espectro terrorista. Se trata de un ser humano
bastante semejante a nosotros. Un individuo entregado por entero a una causa,
sujeto incluso a alguna esperanza mesiánica de transformar el mundo por medio
de sus actos violentos. En general, no son sujetos mentalmente desequilibrados
como se pretende mostrarlos públicamente, sino todo lo contrario, por cuanto
entienden perfectamente el alcance de su conducta y su formación, que suele ser
universitaria o profesional, les permite tener de más medios o manejar más
insumos para la planificación del hecho, así como asegurar su impunidad.
Aquí no quiero que se diga que uno
justifica una acción terrorista, pero no debemos dejar de soslayar que quienes
un día ejecutaron tales actos, en otras jornadas son llamados “soldados”,
“valientes revolucionarios”, “activistas”, “mártires” o incluso pueden mutar en
“estadistas” o “políticos realistas o visionarios”, cuando logran ampararse en
algún movimiento que pueda llegar a alcanzar el apoyo de parte de las masas, lo
que implica que no resultan ser seres siniestros o especiales, sino que
individuos como usted o yo. Mientras no aceptemos esto, nos será muy difícil
llegar a pesquisar, prevenir y reprimir sus acciones.
Mientras los comités o comisiones de
“teóricos” y “expertos” pretendan imponer soluciones mediáticas sin comprender
la dinámica global sobre las que se construyen las acciones que se ejecutan por
otros individuos que forman parte del grupo social sin comprenderlos, y que
estamos contestes en denominar como actos terroristas, y sin desplegar un
estudio multidisciplinario, contextualizado según las zonas geográficas y
atendiendo de manera sistemática a toda la legislación aplicable, simplemente
les estaremos dando la razón a quienes se pretende combatir o respecto de
quienes pretendemos prevenir sus conductas. Estaremos, una vez más,
improvisando, cambiándolo todo para que todo quede igual.
Al no entender a estos sujetos, no vemos
sus características, que nos permitan determinar su origen, sus sensibilidades
y la desesperación con lo que actúan. Ellos ven en su conducta un acto más bien
de coraje en lugar de un atentado o delito. En 1869, Sergeui Necháiev, fundador
del terrorismo ruso, señalaba: “Para
nosotros, la palabra sólo tiene significado cuando se siente su significado
oculto, y la acción sigue inmediatamente después. ¿Y qué es un acto o una
acción? No es un discurso, una discusión política ni un voto, ni siquiera una
manifestación, una huelga o “una sentada”, sino algo que destruye algo
absolutamente”.
En general, todos los individuos que
llegan a estos extremos han sido unos reformistas encantados de la actividad
política y las ideologías, pero que se han visto desilusionados de la
“verborrea” de quienes copan estos escasos espacios de participación, ya
institucionalmente cerrados, y que terminan constatando que pese a lo radical
que pueden aparecer los discursos de alguno de sus líderes, finalmente siempre
el monopolio del poder sigue estando en la misma elite de siempre, que se sirve
de la ambición de los que optan por una “carrera política”, vaciando al
lenguaje de todo contenido.
En el “Orden del Discurso”, Michel
Foucault expresaba que “En una sociedad como
la nuestra son bien conocidos los procedimientos de exclusión. El más evidente,
y el más familiar también, es lo prohibido. Uno sabe que no tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de
todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de
cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo
o privilegiado del sujeto que habla: he ahí el juego de tres tipos de
prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja
malla que no cesa de modificarse”. Se da una fachada de supuesta
representación y el discurso político se viste de cambio sin serlo. El que se
dice probo resulta ser corrupto. El que llama a la participación resulta ser un
déspota.
La violencia que juzgamos como
terrorista en Chile aun es residual y creo que podría ser abordada siempre y
cuando superemos la ingenuidad de no concebir al que actúa como alguien como
nosotros y de no dejar de hacernos cargo de los motivos que conducen a estos
sujetos, siempre aislados y minoritarios cuando están en ciernes, a llegar a
consumar tales conductas, que dirigidas por un caudillo carismático, podrían
conducirnos a ser espectadores en el futuro de una recalificación de los mismos
en acciones necesarias.
Esto en un contexto de la inexistencia
de los espacios de participación ciudadana y en el secuestro de la
indispensable actividad política en las mismas manos de siempre, lo que nos ha
dirigido, como en otros lugares del mundo que vemos como lejanos, hacia una
desilusión colectiva a su respecto, una falta de representatividad y a estos
actos de violencia extrema ejecutados por los más desesperados, que
indudablemente deben ser juzgados y condenados, sea cual sea su tendencia y el
lugar en que se consumen tales conductas.
En “Sobre Héroes y tumbas”, Ernesto
Sábato afirmaba: “Nuestra razón, nuestra
inteligencia, constantemente nos están probando que ese mundo es atroz, motivo
por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y
finalmente a la aniquilación. Pero, por suerte, el hombre no es casi nunca un
ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las
calamidades. Y este mismo renacer de algo tan descabellado, tan sutil y
entrañablemente descabellado, tan desprovisto de todo fundamento, es la prueba
de que el hombre no es un ser racional”.
En estos momentos múltiples batallas se
gestan en el mundo, se mutila y asesina a otros seres humanos por las más
variadas y absurdas justificantes étnicas, políticas y religiosas. Pero seguimos
sobreviviendo y nos levantamos una y otra vez venciendo a la angustia, más allá
de todo lo racionalmente admisible, sosteniéndonos en la esperanza, como seres
pasionales que somos.
Es por ello, que creo que podemos vencer
y construirnos una y otra vez sobre la desilusión, siempre y cuando nos
decidamos a romper con la inercia y levantarnos para hacernos escuchar, por
sobre todos quienes se pretenden dueños de los espacios públicos y de los
discursos políticos. Sólo así, se podrán erradicar naturalmente, en el ámbito
de la institucionalidad democrática, todas las manifestaciones de violencia,
miedo y exclusión.
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