Rogelio Rodríguez
El instinto de creer
de
Jesse Bering. Paidós, Barcelona,
2012, [287 págs.]
Ya en páginas
de la Introducción, el autor nos dispara una idea provocadora: es posible que
se haya estado estudiando la cuestión de Dios de manera equivocada. En efecto,
a su juicio el problema de la existencia de Dios pertenece más bien al ámbito
de la psicología que al de los filósofos, físicos o teólogos.
¿Cuál es la
tesis de Bering? Comienza indicando que,
a estas alturas del progreso del saber, ya no podemos creer que la especie humana
es muy superior a las restantes especies animales. La teoría darwiniana de la
evolución ha desalojado ese mito. Sin
embargo, esto no quiere decir que no hay diferencias biológicas entre nuestra
especie y las demás.
Se ha pensado,
en tiempos pasados, que el uso de herramientas, la monogamia, el amor, el
juego, la guerra, el lenguaje, constituían categorías conductuales
exclusivamente humanas. Antropólogos, etólogos y primatólogos han
eliminado --después de estudios y
experimentos con animales-- uno a uno
estos indicadores de la lista de rasgos humanos posiblemente únicos.
¿En qué somos
únicos, pues? Bering nos responde: en
que poseemos, de forma exclusiva, una teoría de la mente.
Concebimos en
nosotros una mente --pensamientos,
recuerdos, intenciones-- y, aunque no
las vemos en los demás, inferimos mentes en los otros y, a partir de esto,
hacemos predicciones sobre su conducta.
Esto, a juicio
de nuestro autor, fue una gran ventaja evolutiva para nuestros antepasados.
Escribe: “El cerebro triplicó su tamaño, nos volvimos bípedos (de andar fluido
sobre dos piernas), y el cráneo, el cinturón pélvico, las manos y los pies se
reequiparon de manera espectacular. Sin
duda, fue tiempo suficiente para que la selección natural fabricase unas
propiedades cognitivas más o menos únicas con sede en el cerebro, propiedades
que podrían explicar precisamente por qué, en la actualidad, nuestra especie se
distingue de forma tan radical de las demás. Quizás la teoría de la mente se
entiende mejor como una adaptación psicológica humana semejante a otros rasgos
físicos de evolución reciente, como la pelvis, las manos y el cráneo
especializados” (p. 44).
Conceptualizamos
estados mentales inobservables no solamente en las demás personas que nos
rodean, sino muchas veces en objetos no humanos. Es decir, esta función
cerebral que la selección natural brindó a nuestros antepasados y que hemos
heredado hasta hoy es tan poderosa que, incluso, llegamos a aplicarla a
categorías no apropiadas. ¿Quién no ha cubierto de improperios a su automóvil
cuando no quiere partir? ¿O no ha dado un coscacho a su computador cuando se
pone lentísimo o se queda pegado? El hecho de personalizar las cosas es una
implicación de este rasgo evolutivo denominado teoría de la mente.
Y si exageramos
al atribuir estados mentales a cosas que no tienen mente (empujados por esta
función cognitiva de nuestro cerebro que nos permite explicar y predecir las
conductas de los demás, condición que fue tan útil para la sobrevivencia de
nuestros antepasados), no tenemos más que dar un pequeño paso para comprender
que, movidos por nuestra teoría de la mente, también tendemos a suponer que,
fuera de nosotros, hay un agente sobrenatural que vigila, sabe y se preocupa
por los fenómenos del mundo.
“En cuanto
frotamos y quitamos todas las baratijas teológicas y arrancamos el exótico
plumaje intercultural de extrañas creencias religiosas de cualquier parte del
mundo, tan pronto nos metemos en la piel de Dios, ¿no es, en realidad, solo una
mente más, con emociones, creencias, conocimiento, entendimiento y, quizá por
encima de todo, intenciones? ¿No están los teólogos desempeñando realmente el
papel de traductores de Dios? Los libros sagrados, ¿no son simplemente un
psicoanálisis detallado de Dios? Esta sensación extrañamente resbaladiza de que
Dios nos creó ‘deliberadamente’ como individuos, ‘quiere’ que nos comportemos
de determinada manera, ‘observa’ y ‘sabe’ acerca de nuestras acciones, por lo
demás privadas, nos ‘transmite’ mensajes codificados mediante acontecimientos
naturales y ‘pretende’ reunirse con nosotros tras nuestra muerte, también la
experimentaron, de una u otra forma, nuestros antepasados del Pleistoceno” (pp. 54 – 55).
Porque
contamos, en nuestro bioprograma evolutivo, con una teoría de la mente, podemos
comprender a los demás, discurrir sobre sus estados mentales y conocer que
ellos nos observan, nos quieren, nos evalúan y nos critican. La teoría de la mente es, así, muy importante
para la dinámica adecuada de las relaciones sociales. Pero nos impulsa también
hacia ilusiones y creencias irracionales.
Las creencias
religiosas no vienen, entonces, implantadas externamente a los seres humanos
por tradición, historia, cultura o enseñanza familiar, sino que conforman un
rasgo intrínseco de nuestra naturaleza.
Hasta los más escépticos y descreídos caen, a ratos, en preguntarse por
las grandes y misteriosas cuestiones de la vida.
Así, se puede
no creer en Dios, pero suponer que la vida tiene una finalidad y un sentido,
que existe el destino, que el universo está ordenado, que los sucesos naturales
son una especie de mensaje, que hay algo más allá después de la muerte. Todas estas suposiciones --nos dice Bering-- son producto de lo mismo: la evolución de
nuestro sistema cognitivo (teoría de la mente) que nos permite desarrollar
concepciones sobre estados mentales inobservables.
Tal vez la
ilusión cognitiva de un Dios omnipresente y vigilante, que castigaba y premiaba
conductas e intenciones, favoreció a nuestros antepasados, que dejaron de
agredirse y se volvieron sociables, empáticos y colaborativos, desarrollaron
una conducta moral y así sobrevivieron, por lo que sus genes se multiplicaron y
tuvieron una larga descendencia que llega hasta nosotros.
Para ellos fue útil el instinto de
creer. Pero hoy, nos indica Bering, ya
sabemos que nuestro sistema cognitivo natural nos provoca esta ilusión y que
esta puede ser tan convincente que todavía hay algunos (muchos, en verdad) que
se niegan a admitir que es una ilusión.
Esto último, agrega, significa solamente que la adaptación funciona
especialmente bien en nuestro caso.
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