domingo, 23 de noviembre de 2014

El derecho a la blasfemia


Austin Dacey, 

Traducción de un artículo publicado en la revista  Religion Dispatches de la University  of Southern California 11 de agosto de 2011, realizada por C.Leiva


Habiendo seguido los debates sobre religión y libertad de expresión en las Naciones Unidas durante los últimos años, me he acostumbrado a las malas noticias, tales como una década de resoluciones del Consejo de Derechos Humanos y de la Asamblea General “combatiendo la difamación de las religiones.” Ahora que hay algunas buenas noticias, casi nadie se ha dado cuenta.

A fines del mes pasado, la ONU lanzó una nueva declaración sobre la extensión de la libertad de expresión bajo la ley internacional. Afirma que las leyes que restringen la blasfemia son incompatibles con los estándares de los derechos humanos universales.

La declaración procedió del Comité de Derechos Humanos, el cuerpo de dieciocho “expertos independientes” encargados de controlar el cumplimiento del Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos (ICCPR), el tratado de derechos humanos de 1966 que vela por la libertad de opinión y expresión, así como por otros derechos fundamentales. Los comentarios generales del Comité representan interpretaciones autorizadas sobre las disposiciones  del ICCPR. A diferencia de las muy publicitadas resoluciones aprobadas por el Consejo de Derechos Humanos y por la Asamblea General, las disposiciones del ICCPR son legalmente vinculantes para sus más de 165 participantes.

El Comentario General Número 34, detallada declaración de 52 párrafos, es el resultado de dos años de intenso debate entre representantes del gobierno y organizaciones de las sociedad civil. El comentario previo del Comité sobre la libertad de opinión y expresión, en 1983, tenía sólo cuatro párrafos. Además de tratar materias como la traición, la difamación de los jefes de estado y “leyes de la memoria” que refuerzan una versión oficial de la historia, o el derecho de los bloggers, el Comentario 34 se concentra enérgicamente en las limitaciones religiosas contra la expresión. Lo hace no sólo afirmando que el derecho a la libre expresión es fundacional para una sociedad democrática y libre, sino también para la protección de otros derechos. También apela explícitamente a los valores de la libertad de conciencia y la igualdad ante la ley.

De acuerdo con el párrafo 48, “Las prohibiciones de expresiones de falta de respeto hacia una religión u otros sistemas de creencias, incluyendo las leyes de blasfemia, son incompatibles con el Pacto, excepto en circunstancias específicas tratadas en el artículo 20, párrafo 2, del Pacto.” El artículo 20, párrafo 2, llama a los estados a prohibir “la defensa del odio nacional, racial o religioso que constituye una incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia.” El Comentario es cuidadoso requiriendo que cualquier restricción no debe violar las garantías del Pacto sobre igualdad ante la ley (Artículo 26) y la libertad de pensamiento, conciencia y religión (Artículo 18).

Por tanto, no se permitiría que ninguna de estas leyes discriminara a favor o en contra de ciertas religiones o sistemas de creencias, o a sus partidarios por encima de otros, o a los creyentes religiosos sobre los no creyentes. Tampoco se permitiría que tales prohibiciones fueran empleadas para prevenir o castigar la crítica de los líderes religiosos o el comentario sobre la doctrina religiosa y los dogmas de fe.

Las leyes contra la blasfemia o “insultos religiosos” (que se encuentran en todo el mundo, incluyendo la mitad de los estados miembros del Consejo de Europa) son inherentemente discriminatorias contra los secularistas y los disidentes religiosos. Son discriminatorios en el sentido de que los secularistas no poseen recursos legales cuando son las palabras de los creyentes las que ofenden sus sensibilidades morales. Tampoco los gays pueden llevar a juicio a los editores del Levítico por la afrenta espiritual que seguramente les supone. Los escépticos y creyentes heterodoxos, por otra parte, sí tienen conforme al Artículo 18 derecho a vivir y a expresarse de acuerdo con su conciencia incluso cuando ofende la ortodoxia.

El párrafo 32 del nuevo comentario también previene llama a los estados que utilizan una noción estrecha de la llamada moral pública para restringir la expresión, a eliminar las leyes que proscriben a una tradición religiosa en particular: “el concepto de la moral deriva de muchas tradiciones sociales, filosóficas y religiosas, y en consecuencia las limitaciones… que tienen el propósito  de proteger la moralidad han de basarse en principios que no deriven exclusivamente de una sola tradición”.

Las implicaciones de estas recomendaciones consisten en que las controversias sobre la blasfemia no son simplemente un conflicto entre “libertad de expresión” y fe, sino choques entre afirmaciones contrarias sobre la conciencia. Esta posición es defendida por la International Humanist and Ethical Union  y está elaborada en mi próximo libro, The future of Blasphemy: Speaking of the Sacred in an Age of Human Rights.

El mensaje del Comentario General Número 34 no es sólo una condena clara de las leyes de blasfemia de países como Pakistán, que a pesar de haber ratificado el ICCPR en 2008, continúa imponiendo la pena capital por blasfemia y “profanación” del nombre del Profeta Mahoma. El comentario repudia igualmente las decisiones de la Corte Europea de Derechos Humanos en Estrasburgo, que ha confirmado leyes austriacas, británicas y turcas en contra de la blasfemia y los insultos religiosos, invocando un derecho sui generis a “respetar los sentimientos de los creyentes”.

El mayor desacuerdo que hay en el comentario, desde mi punto de vista, es su debilidad para denunciar las leyes penalizadoras del “discurso de odio”, que en muchos países funcionan de hecho como restricciones sobre la blasfemia y el sacrilegio. Teóricamente, podemos distinguir entre dar una paliza a una creencia o dar una paliza a sus partidarios. Sin embargo, en ausencia de una norma internacional precisa, la “advocación del odio religioso” podría significar cualquier cosa, desde provocar violencia inminente contra individuos (criminalizados incluso bajo la Primera Enmienda) hasta el estándar no verificable de estar motivado por la hostilidad religiosa, como ocurre bajo la Ley británica sobre Crimen y Desorden de 1998. Las condenas de escritores y activistas como Paul Giniewski en Francia, Lars Hedegaard en Dinamarca, y Elisabeth Sabadistch-Wolff en Austria, prueban que las leyes sobre discurso de odio pueden ser empleadas de forma abusiva incluso en las democracias liberales.


Los activistas de la sociedad civil tienen ahora finalmente de su parte la autoridad legal de las Naciones Unidas en su intento de presionar a los gobiernos para que cumplan las obligaciones de los tratados y pongan término a la criminalización de la blasfemia.

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