sábado, 19 de septiembre de 2015

La crisis institucional y la necesidad de una nueva Constitución



Gonzalo Herrera


Debatir sobre una nueva Constitución abre la oportunidad de acercar distintas formas de pensamiento —representando la diversidad de nuestra sociedad— en torno a valores y principios ético-democráticos, que dejen atrás la vieja obsesión de mantener enclaves de poder en la carta fundamental. Lo primero que se podría esperar de una nueva Constitución sería que permitiera un sistema político más democrático y representativo, con mayor transparencia y participación ciudadana.
Una inmensa mayoría concordará también que una nueva normativa constitucional debe definir, proteger y garantizar derechos fundamentales, tanto individuales como colectivos. Nos referimos a los derechos civiles y políticos clásicos, inherentes a la tradición institucional republicana interrumpida en 1973 y persistentemente violados durante el periodo autoritario, así como a la demanda de nuevos derechos que surgen en la sociedad moderna, de carácter económicos, sociales y culturales, derechos que emanan de la conciencia de dignidad y solidaridad humana para contrarrestar la desigualdad social y la deficiente distribución de la riqueza.
De esa manera, un debate sobre una nueva Constitución debe dirimir en primer lugar una disyuntiva ética fundamental: si queremos una sociedad estructurada en la búsqueda del bienestar individual o una sociedad solidaria. Nuestra visión laicista de sociedad es clara: abierta, democrática, fraternal, respetuosa de los derechos humanos, con una real separación entre lo político y lo religioso, con libertad de conciencia y plena vigencia del principio de igualdad moral entre las personas, lo que significa que la idea de bien de un individuo no puede ser considerada superior al concepto de bien de cualquier otro.
Los valores laicos se expresan también en la plena vigencia de la ciudadanía y la soberanía popular, vale decir en la legitimidad del Estado que proviene de la voluntad ciudadana y del respeto a los valores democráticos, y no de una concepción política influida por preceptos religiosos que limitan severamente la autonomía del poder público. Sólo así se podrán garantizar la igualdad y la universalidad de los derechos.
Una sociedad con estas características sólo puede ser regulada por un Estado laico, que separe nítidamente la esfera pública de toda religión, garantizando a todos los ciudadanos la libertad de conciencia y la autonomía de la voluntad humana. Sólo la libertad de conciencia, que permite la libertad de creer o no creer en una divinidad, en una concepción filosófica o en una ideología política, posibilita a los seres humanos desarrollar un tipo de sociedad con un espacio público abierto a los intereses comunes, borrando las fronteras que dividen los diferentes particularismos.
Así, toda democracia moderna se fundamenta en una Constitución liberada de la influencia o hegemonía de cualquier religión — y de las respectivas iglesias —, de modo que el Estado pueda representar efectivamente el interés común del laos y no intereses o visiones particulares de algún, o sólo algunos, de sus sectores.
En cualquier caso, la restricción a la acción de las distintas confesiones debe entenderse sólo en la esfera pública, en el ámbito del Estado, no en el  espacio público, que pertenece a todos — en el que no cabe ningún intento de apropiación particular —, donde gozan de la mayor libertad para practicar sus cultos y difundir su enseñanza. El Estado, sin embargo, debe mantenerse neutral frente a todas las ideologías confesionales, garantizando la tolerancia religiosa tanto como el respeto a quienes se declaran no creyentes, protegiendo de esa manera la igualdad y la pluralidad en la sociedad.
No obstante, el principio de laicidad no se agota en la relación entre el Estado y las iglesias. La doctrina neoliberal ha intentado implantar una nueva religión en el mundo globalizado. Aceptado con características de dogma por las derechas políticas más conservadoras, pretende constituirse en “doctrina única” en la mayor parte de occidente, imponiendo su discurso dominante como un nuevo decálogo, basado en las leyes del mercado, mediante el cual se pone bajo sospecha toda forma de conciencia colectiva y de identidad social, abriendo paso al individualismo y a una enajenante identificación con el modelo.
Los Estados que han alcanzado una mayor afinidad con la visión neoliberal y que se rindieron a las exigencias del capital globalizado, han resignado su capacidad para discutir democráticamente sus propias estrategias de desarrollo y caen inermes ante la presión de los inversionistas, perdiendo así el control de la economía, principalmente en lo que se refiere a crecimiento y empleo, sin ahondar en la contingencia de corrupción. Todo esto constituye una inaceptable obstrucción al ejercicio de la soberanía popular en el plano económico.
Como hemos podido comprobar en nuestro país, una pequeña oligarquía concentra tales cuotas de poder que puede llegar a alterar el ritmo de la economía, extorsionando al propio gobierno y al mundo político en general, haciendo muchas veces estériles los esfuerzos  — nos referimos a quienes leal y consecuentemente han tratado de lograrlo — por llevar a cabo reformas y transformaciones en pos de un ideal igualitario.
Los principios y valores de la laicidad son totalmente incompatibles con este modelo de sociedad.  
Si nos atenemos al concepto de soberanía radicada en el pueblo, siendo éste el que delega sus facultades en el Estado, a la libertad de conciencia, a la igualdad — con un contenido proactivo que es mucho más que luchar contra la desigualdad —, y a la tolerancia — no en su acepción de “soportar”, sino  de aceptar y apreciar la diversidad —, podremos aspirar a que la laicidad que promueve el laicismo pueda constituirse en un importante factor de progreso, para avanzar hacia un tipo de sociedad integrada, que haga posible la coexistencia plural y pacífica compartiendo los valores ciudadanos. Ciudadanos libres e iguales en derechos y deberes, alejarán el riesgo de la violencia o el conflicto propios de sociedades atravesadas por diferencias antagónicas, ya sean étnicas o de clases sociales, o donde los derechos de las minorías son persistentemente conculcados.

Laicidad y secularización

El Estado laico que no fue, a pesar de que la Constitución de 1925 proclamara la separación de la Iglesia Católica del Estado, aunque sin mencionar la palabra laicidad y sin que se lograra avanzar en términos institucionales concretos para secularizar la sociedad, debería ser expresamente definido ahora, en una nueva carta fundamental. El resultado de aquella indeterminación ha permitido que la Iglesia haya mantenido su hegemonía moral sobre la sociedad — generando la percepción de gozar de un estatus diferenciado, entre otros aspectos con la llamativa presencia de cardenales y obispos en actos oficiales —, interviniendo abiertamente en el ejercicio del poder y en el desenvolvimiento de las funciones públicas, procurando imponer sus puntos de vista inspirados en su dogma particular a toda la sociedad, sin consideración alguna por el derecho a la libertad de conciencia de las personas.
De esa manera, en su afán de prevalecer sobre el Estado, continúa entrometiéndose también en la discusión institucional y democrática de las leyes, mostrándose dispuesta a enfrentar a cualquier gobierno que se proponga destrabar criterios morales anacrónicos y autoritarios, apelando a la “verdad moral” con el solo argumento de exigencias sobrenaturales.
Lamentable, desde la óptica de un Estado que ha proclamado constitucionalmente la separación con la Iglesia, fue que en la reciente visita que realizara la presidenta Bachelet al Papa, se haya comprometido con el pontífice a que la Iglesia como tal tendría participación en el anunciado debate constitucional. Un comunicado del propio Vaticano hizo público también que en la visita se analizaron temas de interés común, como “la salvaguardia de la vida humana, la educación y la paz social”.
El comunicado de prensa agregaba además que “en ese contexto, se ha reafirmado el papel de las instituciones católicas en la sociedad chilena y su contribución positiva…”. No cabe duda que este acontecimiento constituye una señal de alarma, en cuanto trasluce una feble convicción laica de parte de la primera mandataria, dispuesta al parecer a hacer concesiones en este punto estratégico ante un eventual debate constitucional, en que una de las posiciones más trascendentales será precisamente la defensa de un ordenamiento jurídico de carácter aconfesional para nuestro país.
Desde nuestra perspectiva, la Iglesia, en cuanto institución, no tiene derecho a participar en el debate constitucional, salvo que lo haga representada por personas en calidad de ciudadanos, expresándose con un lenguaje civil, en base a la razón y no sobre argumentos sustentados en convicciones meramente religiosas. Tampoco cabrían en un debate constituyente grupos u organizaciones que sustentaran postulados fundamentalistas o integristas, opuestos al principio esencial de libertad de conciencia.
El proceso de secularización que se ha venido desarrollando en los últimos años, no sólo en Chile sino en buena parte de Occidente, queda de manifiesto no sólo en la reducida asistencia de fieles a los templos — católicos fundamentalmente — y en el desplome de la confianza de los chilenos en la Iglesia Católica, sino también en la baja incorporación de jóvenes a los seminarios de formación sacerdotal, en el creciente número de religiosos que dejan sus hábitos, en el progresivo abandono de la educación católica en los sectores más pobres, concentrándose en colegios de alto costo para hijos de familias adineradas, en el rechazo que manifiestan comunidades y distintos sectores de la sociedad civil a la pertinaz presencia de las iglesias en la cosa pública, obstruyendo la tramitación de leyes de alta significación para una sociedad que anhela ser más tolerante.
Por lo tanto, una nueva Constitución debería recoger esta mirada actual sobre la posición que  hoy ocupan las iglesias, cada una como una institución más, respetable como todas las que portan enseñanzas morales, pero ninguna como titular de un reconocimiento privilegiado.
Esta visión laica en la nueva Constitución debería ser además suficientemente explícita, para evitar el abuso semántico en que se incurrió durante la tramitación de la reciente reforma educacional, interpretando el término laico como un concepto de cooperación con todas las confesiones por igual, y no en su real significado de prescindencia de lo religioso en los asuntos del Estado. Aun en la actualidad, si en vez de la asignatura de religión la educación pública entregara una visión comparada de las religiones, y enseñara que la moral religiosa no es superior a la moral laica, se estaría dando un importante paso en aspectos de pluralidad, tolerancia y antidogmatismo.

En la Constitución de 1980, con sus posteriores modificaciones, se garantiza la libertad de conciencia, el derecho a manifestar toda creencia y el libre culto, omitiendo sin embargo garantías explícitas para quienes intentan construir una concepción de bien al margen de una perspectiva teológica, es decir, no considera el derecho a “creer o no creer” en una divinidad, a no profesar religión o a no pertenecer a alguna iglesia, salvo la tácita garantía que otorga la libertad de conciencia. Una Constitución que considere los valores laicos debe reconocer expresamente la libertad referida a ateos, agnósticos, escépticos o indiferentes, para llegar a establecer un verdadero pluralismo.

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