lunes, 19 de enero de 2009

Educación y Principio de Subsidiariedad



Carlos Leiva Villagrán

El principio de subsidiariedad, idea fundamental de la construcción económica y social que emprendiera el régimen militar chileno, sostiene que el Estado debe concebirse como una entidad superior que se constituye básicamente a partir de la concurrencia de los seres humanos individuales y de los grupos intermedios que éstos crean, partiendo por la familia y continuando por las agrupaciones y empresas de diversa magnitud, hasta llegar a conformar al Estado. Bajo esta visión, las agrupaciones superiores o más complejas existen sólo para cumplir los fines que las inferiores no pueden realizar, por lo que se justifica la prescindencia casi absoluta del Estado en las actividades económicas y en buena parte de las actividades sociales que pueden ser llevadas a cabo por empresas privadas.

Este principio, fundamental también en la Doctrina Social de la Iglesia, quedó expresamente descrito en la Declaración de Principios de la Junta de Gobierno proclamada el 11 de marzo de 1974, y a partir de ahí, constituyó la piedra fundamental del entramado constitucional, económico y social que transformó a Chile en un país modelo de la aplicación del neoliberalismo.

No resulta difícil encontrar la asociación de este principio con el desmantelamiento que efectuó el régimen militar de las funciones sociales que hasta principios de la década del 70 del siglo pasado eran abordados, bien o mal, por el Estado, tales como la previsión, la salud y la educación. A partir de cierto momento, los recursos que se generaban desde los privados y desde la Caja Fiscal para el uso social del Estado, fueron reorientados hacia entidades privadas como las AFP, las Isapre y establecimientos educacionales no estatales, cumpliendo con el principio de subsidiariedad, que establece que el Estado, como entidad superior, no debe hacerse cargo de estas gestiones si ellas pueden ser realizadas por entidades inferiores. Evidentemente la reorientación de los fondos no llegó a entidades tan inferiores como las personas o las familias, sino a otras más intermedias como son las empresas, muchas de ellas hoy de gigantescas dimensiones, que han podido bien lucrar y recibir privadamente los beneficios de su actividad, con discutibles niveles de calidad.

Si se mira bien, el principio de subsidiariedad parte de considerar al hombre como un Robinson Crusoe en su isla, tal como la teoría económica parte del “homo economicus” separado del mundo, o como alguna teoría del derecho natural supone que los hombres se unen al modo de átomos y conforman el Estado para proteger derechos que supuestamente tendrían desde siempre (los derechos del hombre le fueron dados por el Creador, decía la Declaración de Principios de la Junta de Gobierno de 1974). La abstracción del hombre solo, aislado de la sociedad, como fundador de derechos, fuente del principio de subsidiariedad, ha sido el pilar de los movimientos ideológicos del neoliberalismo, que en la práctica aspiran a la desaparición del espacio público, fagocitándolo vía privatización. Bajo esta concepción, la acción del Estado será regularmente una intromisión y un atentado a la libertad de los individuos, salvo que se fundamente en el principio de subsidiariedad.

Nada más ajeno que este principio, para el ideario republicano y laico que gestó a la sociedad moderna. Lejos está del republicanismo concebir al hombre como un individuo originalmente aislado y que tiene derechos anteriores y exteriores a la sociedad política. Para el ideal republicano, en que el hombre es esencialmente social, es la voluntad política de los ciudadanos la que crea la norma y la ley, de donde el hombre obtiene su libertad. Es la ley, manifestación de la voluntad ciudadana, la que permite superar el estado de natural sujeción de los débiles frente a los poderosos, sustituyéndolo por un orden que protege a todos por igual.

El Estado moderno sucede revolucionariamente a las monarquías absolutas en el mundo occidental, a partir del siglo XVIII, creando un espacio público donde ya no tienen cabida los privilegios de la nobleza y del clero, y donde sí cabe la consideración de hombres libres e iguales, creada y garantizada por un Estado, expresión de la soberanía popular, sin el cual no hay libertad ni igualdad. Fue con la consolidación del ideal republicano en el mundo occidental, al que es consustancial el laicismo, cuando se estableció la instrucción generalizada como la vía para garantizar en el tiempo la mantención de las condiciones de libertad e igualdad, que habían sido costosamente conquistadas, arrebatando los privilegios de la nobleza y el clero. La educación que era impartida por el clero en Europa hasta el siglo XVIII, pasó a ser pública y tarea preferente del Estado, asegurándose de este modo que el conocimiento llegaría a los más amplios sectores posibles, que la enseñanza sería un factor integrador y unificador en la población joven, que el Estado crearía un espacio para que la juventud fuera instruida al margen de dogmas y sectarismos, todo lo cual debía ser garantía para la pervivencia de los valores republicanos y de la propia República. Lo que pasó a ser "subsidiario" con la República fue la educación privada, laica o religiosa, a la que se le reconoció el derecho a existir, financiada con sus propios recursos, como corresponde a una concepción política que ejercita la tolerancia y que respeta la diversidad en el desarrollo de las actividades de la sociedad civil.

La vida republicana en nuestro país, en el siglo XIX, significó crear un espacio público para la realización de los derechos proclamados por los libertadores americanos, herederos de la Ilustración europea, marco en el cual se desarrolló un proceso progresivo de ampliación de la educación pública. Para la concepción republicana, lo público no es aquello que no pueda abordar lo privado, como nos ha legado la ideología neoliberal, sino que es esencialmente aquello que es del común interés de todos. Precisamente aquello que nos ha pretendido escamotear el principio neoliberal de la subsidiariedad, enquistado en nuestras instituciones y aún en nuestras conciencias (tal que lo público para muchos, y especialmente en jóvenes criados bajo su doctrina, no merece siquiera la molestia de concurrir a votar una vez cada dos o tres años).

La enormidad de consecuencias que ha acarreado la proposición maestra llevada a cabo por los "ideólogos" del neoliberalismo, no ha sido puesta seriamente en tela de juicio en nuestra sociedad, después de 20 años de recuperación de los procedimientos democráticos. La vida política se ha desarrollado, en la práctica, aceptando el rol subsidiario del Estado impuesto por la ideología neoliberal, sin insinuar seriamente la posibilidad del desmontaje de la inmoral apropiación y privatización de beneficios que tal política ha significado.

Por ello, cuando como sociedad civil y política estamos redefiniendo la estructura de nuestro sistema educacional, para restablecer las condiciones que permitan asegurar una instrucción generalizada de alta calidad para nuestra juventud, parece oportuno concurrir a debatir y denunciar el principio filosófico político que fundamentó la organización educacional de corte neoliberal vigente, esto es el principio de subsidiariedad, y levantar la restauración de la concepción republicana de la educación.

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