domingo, 15 de marzo de 2009

A propósito de la excomunión por aborto en Brasil



Gonzalo Herrera G.

La crónica apareció escueta, reducida al limitado espacio que la prensa “seria” suele destinar a las noticias provenientes del tercer mundo. El arzobispo de Recife, José Cardoso, ha excomulgado a la madre de una niña brasileña de 9 años que fue sometida a un aborto inducido después de quince semanas de embarazo, tras haber sido violada por su padrastro. La pena canónica se hizo extensiva también al equipo médico que practicó la intervención, pese a que éste actuó en concordancia con la legislación de ese país, la que permite la interrupción del embarazo cuando hay riesgo de vida para la madre o tratándose de casos de violación.
La que podría aparecer como una medida apresurada y excesiva de un obispo fue prontamente corroborada por el cardenal Giovanni Battista Re, presidente de la Comisión Pontificia para América Latina, con lo que se hace caer sobre dos víctimas, madre e hija unidas en el desgarro del ataque abusivo al interior del hogar, el peso condenatorio del poder de una Iglesia oficial cada vez más divorciada de los problemas reales de sus comunidades de base, particularmente las de Latinoamérica.
No es que la posición de la estructura de la Iglesia en relación al aborto nos sea desconocida o que se pudiera esperar una actitud más tolerante de su jerarquía frente a este caso. Lo que llama la atención es la relatividad moral de la norma que decreta la más drástica pena del código canónico a quienes se ven obligados a acudir al aborto como un mal menor, sin referirse ni condenar públicamente al agresor, en este caso el padrastro, confeso de abusar de la niña y de su hermana minusválida desde hacía varios años, para quien el arzobispo dijo no contemplar la excomunión. Benevolencia similar a la expresada por la Iglesia hace pocos días hacia el fallecido sacerdote Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, condenado por reiterados abusos sexuales a seminaristas.
La justificación del cardenal Re para el castigo es que “siempre hay que defender la vida”. La insensatez y falta de lógica del argumento – la prolongación del embarazo de mellizos en un cuerpo inmaduro de 1.36 metros de estatura y 33 kilos de peso ponía, según los médicos, en riesgo inminente la vida de la menor – sólo puede intentar escabullir la confrontación racional entre el sentido cotidiano de la existencia humana y aquellos valores abstractos mantenidos en la delectación de quienes miran al mundo desde el silencio de los salones vaticanos. No existe en la visión del cardenal sensibilidad alguna hacia las secuelas físicas y sicológicas de la niña-madre si hubiera llegado viva al momento de dar a luz, ni una reflexión acerca de los miles de hijos no deseados que van a parar a la calle, precisamente porque muchas madres impúberes no están capacitadas para criarlos.
Tras la pretensión de defender la vida, la familia y la sociedad, sin tomar en consideración la realidad muchas veces brutal de millones de víctimas de estructuras sociales injustas y opresivas, condición que bien conocen y con la que son consecuentes y solidarios muchos curas y religiosas de base, parece esconderse un alineamiento doctrinal que busca retraer a los individuos de las controversias provocadas por las tensiones de la sociedad moderna.
Temas como el aborto, el divorcio o la píldora del día después no surgen por imposición de científicos, pensadores o periodistas. Saltan al plano de la discusión porque responden a acuciantes problemas que afligen a muchos seres humanos, víctimas de atropellos a sus derechos fundamentales, entre los que la violencia de género y el abuso infantil conforman realidades de cada día. Abismantes son las cifras de abortos clandestinos en América Latina y países del Tercer Mundo, constituyendo un problema grave aunque encubierto de salud pública. Su condición misma de ocultación e ilegalidad hace imposible cuantificar los casos en Chile, aunque se estima que la tasa es de 50 por cada mil mujeres en edad fértil, en tanto que en países como Colombia y Brasil, que contemplan el aborto terapéutico en sus respectivas legislaciones, esta tasa es de 30 ó 40.
Está más que demostrado que la criminalización que se hace de las mujeres que recurren a este recurso extremo no resuelve el problema y, por el contrario, lo agudiza. Es urgente abrirse a un debate abierto y franco que considere los pro y los contra de la despenalización del aborto, libre de interferencias eclesiásticas y dogmáticas, en el que la sociedad civil confronte las diversas posiciones que existen sobre éste y otros temas valóricos, reconociendo la legitimidad de distintas consideraciones de conciencia, para fortalecer una sociedad más tolerante y solidaria.
Sólo así avanzaremos para que medidas tan aberrantes como la que comentamos dejen de causar impacto.

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