domingo, 22 de marzo de 2015

De la sociedad y el cambio



Andrés Cruz C.

Opinión publicada en Revista Iniciativa Laicista de noviembre de 2014

Para Hobbes, vivir en sociedad constituye una necesidad que permite impedir que nos enfrentemos todos contra todos. Así, forjar un espacio de defensa común y de aprovechamiento de todas nuestras capacidades se torna nuestro objetivo. Crear un espacio de convivencia que sustituya el “todos contra todos” por uno de interacción gestado a partir del diálogo para ir forjando un “todos en todo”. 
De este modo, nuestras conductas y acciones se conciben y deben interpretarse conforme a este entorno que hemos creado. “Cualquier operar o cambio del operar de un organismo con respecto a un entorno, en cualquier dominio en que el observador distinga ese operar o cambio de operar, es una conducta o acción en ese dominio”, nos dice Humberto Maturana.
Naturalmente nos desenvolvemos en un contexto unitario que se reproduce y desde donde se pueden dirigir los cambios que sean necesarios para su perfeccionamiento. Es por ello, que todo re-direccionamiento se hace desde esta identidad, ya que de sustentarse otro sentido de cambio estaríamos amparando la desintegración del medio social, lo que implica su destrucción que necesariamente ha de ser violenta, por cuanto toda unidad tiende a autoconservarse y reproducirse.
No es extraño que tendamos a referirnos hoy al violentista como el anarquista que embozado coloca bombas en espacios públicos asimilándolo al arquetipo de lo siniestro. Un espectro anónimo y terrorífico a partir del que pueden construirse las más variadas, precipitadas e inverosímiles reacciones. Es el delincuente más peligroso ya que su sigilo al actuar lo hace imposible de identificar, más aun cuando lo hace de forma inesperada e impactante, generando en quienes no son víctimas directas una sensación de ser sobrevivientes (suelen decir: “momentos antes yo pasaba por el lugar” o “un familiar frecuenta dicho lugar”).
En este contexto, cuando la acción se ejecuta en el centro o periferia inmediata donde se desenvuelven quienes toman decisiones o tienen el monopolio del discurso y del poder, y sus familiares y amigos, se tiende a profundizar estas reacciones, contra otros contextos análogos o incluso más brutales que puedan darse en otros lugares. Así, si el mismo suceso hubiese acaecido en una zona rural o bien en una ciudad lejana al espacio señalado, por motivos ideológicos se hace fácil disimularlos bajo el paraguas de la dudosa legitimidad de un “conflicto social”, “deuda histórica”, “reivindicación territorial” o simple “delincuencia común aislada”, que no amerita un tratamiento ni preocupación diferente de la atención que ya se le ha destinado.
El terrorista cuenta con esta ira que se traduce en medidas políticas que usan herramientas legislativas que dividen y permiten soslayar, relativizar o distraer de la violencia realizada en otros lugares, pero que son irrelevantes para la elite por su lejanía y las implicaciones que podría tener el abordarlas directamente.
En su espléndida obra “Eichmann en Jerusalem”, Hannah Arendt nos desmitifica la figura del espectro terrorista. Se trata de un ser humano bastante semejante a nosotros. Un individuo entregado por entero a una causa, sujeto incluso a alguna esperanza mesiánica de transformar el mundo por medio de sus actos violentos. En general, no son sujetos mentalmente desequilibrados como se pretende mostrarlos públicamente, sino todo lo contrario, por cuanto entienden perfectamente el alcance de su conducta y su formación, que suele ser universitaria o profesional, les permite tener de más medios o manejar más insumos para la planificación del hecho, así como asegurar su impunidad.
Aquí no quiero que se diga que uno justifica una acción terrorista, pero no debemos dejar de soslayar que quienes un día ejecutaron tales actos, en otras jornadas son llamados “soldados”, “valientes revolucionarios”, “activistas”, “mártires” o incluso pueden mutar en “estadistas” o “políticos realistas o visionarios”, cuando logran ampararse en algún movimiento que pueda llegar a alcanzar el apoyo de parte de las masas, lo que implica que no resultan ser seres siniestros o especiales, sino que individuos como usted o yo. Mientras no aceptemos esto, nos será muy difícil llegar a pesquisar, prevenir y reprimir sus acciones. 
Mientras los comités o comisiones de “teóricos” y “expertos” pretendan imponer soluciones mediáticas sin comprender la dinámica global sobre las que se construyen las acciones que se ejecutan por otros individuos que forman parte del grupo social sin comprenderlos, y que estamos contestes en denominar como actos terroristas, y sin desplegar un estudio multidisciplinario, contextualizado según las zonas geográficas y atendiendo de manera sistemática a toda la legislación aplicable, simplemente les estaremos dando la razón a quienes se pretende combatir o respecto de quienes pretendemos prevenir sus conductas. Estaremos, una vez más, improvisando, cambiándolo todo para que todo quede igual.
Al no entender a estos sujetos, no vemos sus características, que nos permitan determinar su origen, sus sensibilidades y la desesperación con lo que actúan. Ellos ven en su conducta un acto más bien de coraje en lugar de un atentado o delito. En 1869, Sergeui Necháiev, fundador del terrorismo ruso, señalaba: “Para nosotros, la palabra sólo tiene significado cuando se siente su significado oculto, y la acción sigue inmediatamente después. ¿Y qué es un acto o una acción? No es un discurso, una discusión política ni un voto, ni siquiera una manifestación, una huelga o “una sentada”, sino algo que destruye algo absolutamente”.
En general, todos los individuos que llegan a estos extremos han sido unos reformistas encantados de la actividad política y las ideologías, pero que se han visto desilusionados de la “verborrea” de quienes copan estos escasos espacios de participación, ya institucionalmente cerrados, y que terminan constatando que pese a lo radical que pueden aparecer los discursos de alguno de sus líderes, finalmente siempre el monopolio del poder sigue estando en la misma elite de siempre, que se sirve de la ambición de los que optan por una “carrera política”, vaciando al lenguaje de todo contenido.             
En el “Orden del Discurso”, Michel Foucault expresaba que “En una sociedad como la nuestra son bien conocidos los procedimientos de exclusión. El más evidente, y el más familiar también, es lo prohibido. Uno sabe que no tiene derecho  a decirlo todo, que no se puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera, en fin, no puede hablar de cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: he ahí el juego de tres tipos de prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse”. Se da una fachada de supuesta representación y el discurso político se viste de cambio sin serlo. El que se dice probo resulta ser corrupto. El que llama a la participación resulta ser un déspota.
La violencia que juzgamos como terrorista en Chile aun es residual y creo que podría ser abordada siempre y cuando superemos la ingenuidad de no concebir al que actúa como alguien como nosotros y de no dejar de hacernos cargo de los motivos que conducen a estos sujetos, siempre aislados y minoritarios cuando están en ciernes, a llegar a consumar tales conductas, que dirigidas por un caudillo carismático, podrían conducirnos a ser espectadores en el futuro de una recalificación de los mismos en acciones necesarias.
Esto en un contexto de la inexistencia de los espacios de participación ciudadana y en el secuestro de la indispensable actividad política en las mismas manos de siempre, lo que nos ha dirigido, como en otros lugares del mundo que vemos como lejanos, hacia una desilusión colectiva a su respecto, una falta de representatividad y a estos actos de violencia extrema ejecutados por los más desesperados, que indudablemente deben ser juzgados y condenados, sea cual sea su tendencia y el lugar en que se consumen tales conductas.
En “Sobre Héroes y tumbas”, Ernesto Sábato afirmaba: “Nuestra razón, nuestra inteligencia, constantemente nos están probando que ese mundo es atroz, motivo por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación. Pero, por suerte, el hombre no es casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las calamidades. Y este mismo renacer de algo tan descabellado, tan sutil y entrañablemente descabellado, tan desprovisto de todo fundamento, es la prueba de que el hombre no es un ser racional”.
En estos momentos múltiples batallas se gestan en el mundo, se mutila y asesina a otros seres humanos por las más variadas y absurdas justificantes étnicas, políticas y religiosas. Pero seguimos sobreviviendo y nos levantamos una y otra vez venciendo a la angustia, más allá de todo lo racionalmente admisible, sosteniéndonos en la esperanza, como seres pasionales que somos.
Es por ello, que creo que podemos vencer y construirnos una y otra vez sobre la desilusión, siempre y cuando nos decidamos a romper con la inercia y levantarnos para hacernos escuchar, por sobre todos quienes se pretenden dueños de los espacios públicos y de los discursos políticos. Sólo así, se podrán erradicar naturalmente, en el ámbito de la institucionalidad democrática, todas las manifestaciones de violencia, miedo y exclusión.  

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