domingo, 22 de marzo de 2015

Reacción conservadora


Carlos Leiva

La tercera ley de Newton enseña el principio de acción y reacción, tal que toda acción de una fuerza sobre un cuerpo genera  una reacción de igual magnitud, pero en sentido contrario, sobre el cuerpo que produjo la fuerza. Sin embargo, en la práctica, el hombre logra que  los cuerpos se muevan conforme a la fuerza original, aprovechando la multitud de fuerzas que operan de hecho sobre los cuerpos.  La imagen de este principio es sugerente al revisar la forma en que a las múltiples oportunidades de avance y progreso para la libertad y la igualdad, se le oponen fuerzas que surgen, a veces inesperadamente, desde las pulsiones más primitivas de la humanidad, y tienden a anular las fuerzas  del cambio.
 Hace 25 años, la superación del  modelo soviético en Europa hacía presumir  que para  los pueblos que salían del yugo totalitario sería posible una liberación con notables pasos adelante en autonomía y modernidad. 
La realidad, sin embargo, al cabo de un cuarto de siglo,  fue que en la mayor parte de dichos pueblos  renacerían añejas fuerzas nacionalistas y religiosas, que sólo estaban transitoriamente doblegadas por el aplastamiento totalitario, pero prestas a recuperar su vitalidad apenas dispusieran de un mínimo de oxígeno. 
Sorpresivamente además, esas atávicas fuerzas renacientes encontraron eco en los pueblos  tal que, en lugar de evolucionar como preveía en general el mundo occidental, pasaron  del sometimiento totalitario al dominio de movimientos sostenidos en fundamentalismos diversos.
La antigua Yugoslavia primero, la evolución de Rusia después, el  despiste de la  primavera árabe y más recientemente los fenómenos de Al Qaeda, ISIS y Boko Haram, entre otros, son manifestaciones de esta reacción conservadora mundial.
En Chile, el  fenómeno de la reacción conservadora es de plena actualidad. La asunción de Michelle Bachelet en su segundo período significó el despliegue de una voluntad política decidida a atacar desde sus raíces el mal de la educación chilena, que descarrila desde hace 50 años. Este hito lo marca el gobierno de Frei Montalva (1964-70) cuando abordó el problema del elitismo en la educación chilena y abrió las posibilidades de acceso a  la enseñanza a miles de jóvenes, pero no implementó adecuadamente la preservación de la calidad que había caracterizado a la educación pública.
La evolución educacional desde entonces  perseveró en resultados de mala calidad y acceso desigual, que se complementó y agravó con el escandaloso lucro a que condujeron sucesivos intentos de mejora  a través de un modelo privatizador y castigador de la enseñanza pública.
El serio intento del gobierno de Bachelet, que ha comenzado por generar los recursos necesarios a través de una reforma tributaria y que tiene entre sus objetivos proveer una educación universal, gratuita y de calidad, con una educación pública laica y no discriminatoria, está, sin embargo,  pasando por duros momentos en su tramitación parlamentaria con grave riesgo de naufragar y disolverse en formalidades lejanas a su intención original. 
Las fuerzas conservadoras, cuyos intereses por la educación se originaron en algunos casos  de manera muy reciente, asociados a las situaciones creadas por  la privatización de la educación que prácticamente ha terminado con la enseñanza pública, más otros de antigua data como la Iglesia Católica con un interés sempiterno por el adoctrinamiento de los jóvenes desde su primera infancia, se han unido para intentar vaciar de contenido  la propuesta gubernamental de reforma educacional.
Por cierto que a ello han contribuido también los errores y contradicciones de manejo político de los impulsores del Gobierno, lo que en parte revela que también al interior de la coalición gobernante están presentes las fuerzas  del conservadurismo.
Ciertamente, y es necesario tenerlo en cuenta cuando se procura  implementar propuestas como las de reforma educacional, los ideales de libertad e igualdad enarbolados para diversos planos en el mundo político se enfrentan de modo generalizado con reacciones que nacen de la visceralidad y el atavismo presentes en  las sociedades, los  que son explotados por movimientos e  instituciones que profitan y medran de ello. 
De modo similar a la tercera ley de Newton en la mecánica,  parece cierto que a nivel social y político también tiene vigencia  el  principio de acción y reacción, aunque con una diferencia inquietante: en muchos casos la fuerza de reacción es capaz, en la práctica, de anular la fuerza inicial, y no aparecen las fuerzas concomitantes que permiten que se haga efectivo el movimiento pretendido por la fuerza original.



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